Cuando escuché que la puerta de la habitación se cerraba, dudé en salir del baño. Pensé que se trataba de una estratagema para sacarme de mi refugio, pero luego recordé que el rey no puede engañar a nadie.
Yo no miento.
Me niego a seguir con él un día más. ¿A cuántos cazadores debe matar para que esta pesadilla termine y yo me sienta más segura? La respuesta es nunca. Nunca serán suficientes porque hay demasiados cazadores en el mundo, y entre más asesina, más culpable me siento.
Corro hacia la puerta y al girar el pomo, me doy cuenta de que la ha cerrado con llave. Sé que llamar a recepción no es una buena idea. No quiero ni imaginarme lo que Lio le haría a cualquiera que intentase abrir la puerta. Solo han pasado unos minutos desde que se fue, así que he decidido aprovechar su ausencia para darme un baño. Al salir, encuentro mi brazalete sobre la cama y lo pongo en mi muñeca. A continuación, trazo un plan de huida casi ridículo.
Hay una botella de vino en una caja de madera. Dejo caer la botella en el piso para que pueda ser vista por la persona que entre en la habitación. Me paro a un lado de la puerta y espero pacientemente. En el momento en que Lio entre a la habitación, se alejará para ver mi desastre —tal vez piense que es sangre—, y entonces aprovecharé la oportunidad para escapar.
Pasa poco tiempo antes de que escuche como introduce la llave en la cerradura, veo girar el pomo y mis piernas tiemblan con anticipado nerviosismo. Lio dirige su atención hacia el charco de vino, dándome una oportunidad para salir corriendo.
Salgo de la habitación con mis pies desnudos para no hacer ruido —ilusa—, y una vez que estoy en el pasillo, me dirijo al ascensor. Me pongo los zapatos dentro de la cabina y hago respiraciones profundas para tranquilizar a mi corazón. Los segundos pasan con mucha lentitud, respiro acelerada como si ya estuviera corriendo por las calles de la ciudad. Cuando las puertas se abren, el rey espera al otro lado con los brazos cruzados.
—¡Dios!
Doy un salto hacia atrás y pego mi espalda al fondo del ascensor. Lio entra en la cabina para después presionar el botón de vuelta a nuestro piso.
—¿A dónde ibas?
¿Se está burlando de mí?
—¿Cómo es que llegaste aquí tan rápido? —pregunto resignada.
—Salté los pisos.
—Ah, mira que fácil. —Golpeo mi frente contra la pared del ascensor.
Lo sigo fuera de la cabina y cuando llegamos a la puerta de la habitación, mis pies se congelan en la entrada.
—¿Qué ocurre? —pregunta él con voz neutral.
—No quiero entrar allí, Lio.
—¿Por qué?
—Porque no quiero morir en una habitación de hotel.
—¿Todavía piensas que quiero matarte?
Miro sus ojos buscando alguna pista que responda a esa pregunta. Pero nada.
No encuentro nada.
Al entrar, veo una pila de libros en el suelo de la habitación y un montón de comida sobre el sofá. Percibo el aroma del chocolate y cuando me acerco, veo una gran cantidad de chucherías.
—¿Son para ti? —pregunto.
—No tolero los dulces. Los libros sí son para mí, pero puedes leer los que quieras.
—¿Por qué trajiste chucherías para mí?
—Leí que lo mejor para lidiar con un trauma es distraer la mente. Se supone que el azúcar tiene ese propósito.
—¿Qué?
—Antes de la pelea no parabas de hablar.
Ya veo, piensa que estoy traumatizada, la lógica que le atribuye a mi silencio tiene algo de gracia. Se sienta en el borde de la cama para quitarse sus botas, luego se dirige al baño. Cuando escucho la llave del grifo, corro para agarrar un paquete de papas fritas; mi estómago lo agradece.
Cuando Lio sale del baño, me he comido todas las papas y comienzo a disfrutar del chocolate. Casi me ahogo con un trozo cuando lo veo pasar desnudo delante de mí.
—¡¿Puedes cubrirte, por favor?!
Arquea una ceja, demostrando que no le importa cuán incómoda me hace sentir. Se acerca para tomar uno de los libros apilados junto a mí y no puedo evitar encogerme ante su cercanía. En este punto he decidido que dormiré en el sofá, porque no quiero ocupar el mismo espacio que él y, por supuesto, no voy a pedirle que se mueva. Me moveré yo.
—¿Ahora qué haces?
—La cama es toda tuya —digo mientras acomodo un par de almohadas sobre el sofá.
—Hay suficiente espacio para ambos —agrega sin quitar su atención de las páginas del libro.
—No puedo dormir con tranquilidad cuando otra persona comparte mi espacio.
—Esa noche dormiste bastante bien.
Un escalofrío recorre mi espalda.
—Lo sé…
Al quedarme dormida me sumerjo en un sueño que ya he tenido antes, uno incompleto cuyos retazos se acercan cada vez más a un panorama real. Uno de esos sueños agradables que desaparecen de mi memoria cada mañana.