Rezagados

Negocio familiar

NEGOCIO FAMILIAR

La mesera sirvió un café y un postre en la mesa donde aguardaba Mauricio. Él sonrió con ese gesto cordial de los clientes frecuentes. No sabía su nombre a pesar de que estaba bordado en el delantal. Pero ella sí conocía no solo cómo se llamaba sino su identificación y su cuenta bancaria. Le deseó buen provecho y pidió permiso para retirarse. Al girar se desprendió de la sonrisa tal como su esposo lo hacía con la corbata tras la caja registradora.

—Es él —dijo ella.

Mateo la miró en silencio demostrando que comprendía. Entonces, se deshizo del delantal y tragó saliva antes de tomar la gata hidráulica que guardaba para esta ocasión.

Mauricio, que estaba a punto de ingerir su infusión y una torta de chocolate, fue abstraído de sus pensamientos por el estruendo de un golpe seco. El café quemó sus ingles al percatarse que el dueño de la cafetería estampaba la gata contra el cristal delantero de su auto.

—!Pero qué haces, hijo de puta! —espetó mientras salía consternado.

El hombre no detuvo sino que le reveló que sabía quién era y que pagaría hasta las últimas consecuencias.

Mauricio se quedó atónito. No podía creer lo que oía.

—¡No te hagas el desentendido! —gritó el hombre mientras apuntaba con la gata a Mauricio, que trataba de detener la destrucción de su auto. Luego, mirando hacia la cafetería, el hombre llamó a su mujer:

—¡Julia! ¡Trae a Matilde!

La mujer le suplicó que no, que la niña estaba aterrada. Pero él insistió y la pequeña que no pasaba de los diez años asomó siempre oculta tras el culo de cien de medida que sobresalía bajo el tórax grasiento su madre.

El hombre bajó y trató de cambiar su semblante histérico por el papel de un dócil padre.

—Míralo, mi reina. ¿Es él?

La niña lo examinó con la mirada opacada por las lágrimas a punto de brotar y asintió.

No pasó mucho para que las sirenas anunciaran la llegada de la patrulla policial. Se aparcó y de su interior salieron tres uniformados enormes en la barriga y medianos de estatura.

Mauricio se acercó diligente hacia ellos no sin antes advertir en voz alta al mesero que seguía sobre el capó pero hincado para alcanzar con su mano gorda los delgados hombros de su hija que «¡ya vas a ver!». Luego se dirigió al patrullero que acaba de parquearse. Pero no tuvo tiempo para reclamos. Sin aire por la ansiedad, se vio esposado y llevado hasta la parte trasera de la patrulla. Entre el aire denso de la angustia alcanzó a escuchar la demanda del mesero. Luego supo que estaba yendo a prisión por intento de violación. La demanda le cortó las palabras y de su boca no salían más que balbuceos.

—¿Te haces el bebito, degenerado? —se burló un policía al oído, embarrando su oreja de sarro salpicado en cada sílaba, mientras los otros dos formaban una rara mezcla entre risas y gestos de asco y odio hacia él.

No tardó en llegar la muchedumbre enterada del incidente. Nadie sabía explicar quién regó la voz pero eso era lo que menos importaba. Cargaban palos y piedras, e incluso llegó no solo el hedor de la gente amontonada bajo el sol sino el dulce aroma de la gasolina.

Pero los policías se encargaron de socorrerlo y uno tuvo que salir luego de que una piedra se estrellara contra la ventana de la puerta trasera para castigar a toletazos al primero que vio frente a él. Luego, antes de llegar a la cloaca que esperaba por Mauricio, se desviaron por un camino viejo y vacío y le desfiguraron la nariz con las botas y el tolete.

Los seis primeros meses pasaron desapercibidos porque en realidad no había noción del tiempo allí adentro. En la celda, cada noche era una lotería jugada por la muerte y la madrugada despertaba siempre con los alaridos de algún reo moribundo entre los pasillos, con los pies desorientados y las tripas escurridizas. Durante ese tiempo, su abogado y su madre lo visitaron cada viernes con la misma noticia: «veinte mil en efectivo y quitan los cargos». Mauricio no sentía alivio en la oferta. No tenía un centavo. Pero el último viernes llegaron nuevas noticias. Tenían el dinero.

—¿Cómo? —preguntó.

—Tu madre… Magnus, el usurero…

—Ese mal nacido —respondió entre dientes—. ¡No se dan cuenta que negociar con él es peor que estar preso! Está condenada la familia, doctor. Les dije.

El abogado asentía mientras bajaba la mirada hacia su reloj de pulsera. A las tres empunto lo dejaba con la palabra en la boca y se retiraba prometiendo que todo iba a salir bien. Mauricio encontraba cada vez menos diferencia entre él, el usurero y el mesero.

Ese día, antes de marcharse se detuvo solo un rato para darle el mejor consejo que podría salir de su boca:

—Ya lo arreglarán, Mau. Peor es nada. Acá no duras un mes más.

Lo que no sabía era que afuera tampoco duraría, ni en ningún lado porque dos días antes de salir habían rifado su culo. Alguien había hecho llegar la razón de su encierro y no había perdón para su caso, pues incluso entre los asesinos hay códigos morales.

Salió en libertad aunque por dentro ya había cumplido la pena de muerte. El último día de su vida no tardó demasiado. Lo hallaron en la orilla de un río. El cuerpo estaba destrozado por la caída. Antes de que su muerte llevara a emergencias a su madre, ella había recorrido el rosario entero en plegarias y agradecimientos a la Virgen luego de encontrar una maleta con miles de dólares y joyas en la entrada de su dormitorio. Pero los milagros duran poco y tres meses después de recuperarse del preinfarto y enterarse que el dinero era del usurero, y que para tenerlo en sus manos, su hijo le había volado los sesos, fue directo al cementerio y en la fosa común donde yacía el cadáver del dueño del monto dejó la maleta, eso sí, con el descuento respectivo de los intereses que siempre le parecieron arbitrarios.



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En el texto hay: fantasmas, locura, relatos de crueldad

Editado: 06.02.2021

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