Rezagados

Renacido

—No falles. —dijo Charles y cerró los ojos, tensó la mandíbula y retuvo el aire. El verdugo separó su cabeza del cuerpo de un solo golpe y la exhibió ante la muchedumbre que gritaba urras y vivas bajo el sol inclemente que acentaba aún más la pestilencia de sus cuerpos en el aire enrarecido por la muerte.

Pero, antes del último aliento, justo en el último pensamiento de Charles, ese que repasa la vida del moribundo para luego no ser más que un cadáver, no se reprodujeron los años de encierro con libros apilados como únicos compañeros, tampoco se reveló la tristeza de sus ojos al recordar a su amante ardiendo en la hoguera por ser acólita de sus herejes estudios, ni siquiera revivió el juicio ante los jueces católicos llegados de Toledo. En lugar de un recuerdo, Charles, el decapitado, presenció una revelación: era la imagen de su madre, de sus ojos verdes tembleques bajo el cabello azabache, agazapada en un rincón de la iglesia, junto al cura que escuchaba atento los pormenores de su confesión que más bien era una traición, pues no hacía otra cosa que delatar los inventos guardados de su hijo, experimentos reservados para el diablo. Em ese último microsegundo de conciencia Charles descubrió el momento preciso en que el esfuerzo intelectual de su vida fue destrozado por la superstición de quien lo cargó en el vientre y la razón por la que su cabeza ya no era parte de su cuerpo.

Pero el último momento de conciencia fue también el primero, pues, a medida que fue perdiendo el aliento, sintió a su vez que una anciana lo upaba. Entonces estalló en un llanto inverosímil que provenía de él mismo, mientras era entregado a la mujer que lo acababa de parir y que buscaba silenciarlo con la calostra de su seno. Y a medida que succionaba el pezón, Charles reconocía cómo se esfumaban los recuerdos de su vida anterior, excepto el motivo de su muerte, razón a la que se aferró hasta lograr que esa escena quedara resguardada en un rincón alejado y oscuro de su mente neonata, pero que inconscientemente se vio reflejado en las muertes que propinaría a decenas de mujeres de ojos verdes ocultos bajo el cabello azabache.

Entonces dejó de llorar, pero quien le daba de lactar lo empujó de repente mientras soltaba un grito de dolor insoportable. La abuela que lo upó la maldijo mientras se agachaba a recoger al recién nacido que no había llorado al chocar contra la baldosa, pues se ocupaba en masticar con sus encías tiernas y tensas de ira el suave pezón de la mujer que lo había parido y que se desangraba por el pecho inflado de leche.



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En el texto hay: fantasmas, locura, relatos de crueldad

Editado: 06.02.2021

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