Rezagados

Tony Ch.

Tony Ch. se quedaría para siempre en boga entre los bohemios de La rebelión. Su baile caribeño mojaba las ingles de todas las mujeres que asistían a la salsoteca. Aceptaban la cita al primero que lo propusiera. En La rebelión, sus piernas temblaban por el cosquilleo lascivo. Movían las caderas hechizadas por la sensualidad del ritmo, y cerraban los ojos para imaginar que quien las tomaba de la cintura era Tony Ch.. Los hombres asistían por temor. No ir significaba una mueca de ineludible aburrimiento en el rostro apático de sus mujeres.

Pero una madrugada, la amargura de los varones embriagó más que el ron. Lo hallaron inerte en la oscuridad de un callejón. Tony Ch. había estado fumando y bebiendo Cuba libre. El gesto varonil en cada exhalada de humo y en cada sorbo de licor lo convertía en santo.

Pero, a pesar de que cada uno de los bohemios estaba enterado de la intención del asesinato, nadie salió, nadie habló, nadie llamó a la policía, nadie se interpuso en el camino del cuerpo que empuñaba el filo.

Luego de que la sangre secó, después de que el rostro de Tony Ch. se eternizara en la última mueca de angustia, los bohemios salieron al callejón y se empujaron por el afán de llegar primero hasta el cadáver y constatar su condición inerte. En un teatro improvisado, que más bien parecía meticulosamente ensayado, iniciaron el escándalo. Unos llamaron a la policía, otros reclamaron con gesticulaciones excesivas la lentitud de los paramédicos. Todas lloraron.

Luego de que el cuerpo fue guardado dentro de la funda negra, los amanecidos de La Rebelión se marcharon a sus casas.

Al contrario del luto, había un alivio que rondaba entre las mujeres y los hombres del lugar. Desde la noche de su muerte empezaron a hacer el amor concentrados en sus parejas y bailaron sin el temor del ridículo. Procrearon hijos sanos y revoltosos.

La Rebelión creció y fue, en poco tiempo, conocida por ser la salsoteca de parada obligatoria, ya no solo de los moradores del pueblo, sino también, de los pueblos aledaños.

Pero, en el aniversario de cuarto de siglo, Tony Ch. despertó de entre los muertos. El hombre de baile caribeño y facciones argentinas caminó de la nada hasta la mitad de la pista. Había esperado hasta ser olvidado, para que lo recordasen dos veces. Silente y con sus brazos abiertos invitó a que bebieran de la lascivia y bailaran de verdad. Las mujeres, con el cosquilleo renacido entre las piernas celulíticas, se aventaron hacia él y se desnudaron entregadas al placer. Luego, insaciables, tomaron a cada hombre que permanecía inmóvil, sabiéndose empequeñecido ante ese santo. Mujeres y hombres, hombres y hombres, mujeres y mujeres, parejas, tríos y cuartetos. No importaba el orden, ni las canas, ni la flacidez de los miembros. Cada ser se entregó al éxtasis rejuvenecido bajo las notas sensuales del son cubano.

En la mañana, el piso narró que el sexo se tornó insaciable, que la lascivia requirió de sacrificios. En cada corte de cuello, de muñecas o de vísceras, hubo un orgasmo incontenible. En cada laceración, los bohemios de La Rebelión de este pueblo y los pueblos aledaños ascendieron un peldaño al cielo, que estaba justo un peldaño debajo del infierno.

Al amanecer, los hijos de los salsotequeros entrados en canas vieron a sus padres esparcidos en la piscina sangrienta. Luego de llorarlos, La rebelión fue demolida.

Una mujer despechada del amor asomó en el vacío de la noche. Pero un hombre de sombrero de ala ancha le hizo olvidar el desamor. En cada paso de baile bajo el son de la luna fue desgarrada entre mordidas y penetración. De la nada, cuando parecía que el placer no podía ser mayor, los danzantes de La rebelión aparecieron hasta rodearla.



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En el texto hay: fantasmas, locura, relatos de crueldad

Editado: 06.02.2021

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