El crucifijo pesaba más que de costumbre y la sonrisa en su rostro era un maquillaje que empezaba a derretirse ante la mirada inquisidora de la madre superiora.
—No has sangrado —le increpó.
El llanto acabó de borrar la sonrisa.
En la noche, la madre superiora supervisó la extirpación del feto intruso en el útero de la monja, mientras le invadía el recuerdo del hijo que despidió hace años en el basurero del pueblo.