Llegué a la cabaña ubicada encima de una montaña boscosa. Al entrar la hallé inconsciente, con el rostro y los brazos lacrados. Estaba rodeada de varias jeringas que yacían esparcidas por el suelo. Me senté a contemplarla mientras dormía.
Al despertar, me miró un largo rato, con las pupilas mortecinas y su cuerpo estático.
—¿Quién eres? —preguntó su débil voz.
Me levanté y volví enseguida con un vaso de agua. Me senté junto a ella y le respondí:
—Soy Alberto. Me llamaste para que viniese. —Indiqué las jeringas esparcidas con un gesto—. Los excesos suelen nublarnos la memoria.
Bebió un sorbo. Inspeccionaba la vieja cabaña con el temor de un niño. Cuando lloró, aún estaba distraída en el universo de la heroína. Ella no me recordaba, quizá mi presencia era fantasmal para la percepción de la muchacha; sin embargo, buscó mi consuelo. Alzó su rostro agobiado y musitó:
—Eran mis padres.
Me incorporé. No iba a permitir que se siga culpando. Temía que su depresión la devore para siempre. Caminé por la cabaña, cuidándome de las jeringas y prendí un cigarrillo. Miré a la ventana y encontré en su esquina una tela de araña donde una mosca luchaba por no sucumbir ante su verdugo de ocho patas.
—No eran tus padres —dije. Claudia se acercó hacia mí, me abrazó las piernas, aún llorando.
—Sí lo eran —dijo.
Entonces, la enfrenté:
—Un hombre que lleva a los maizales a su hija para inseminarla con su veneno no puede ser un padre. —La tomé de los hombros dulcemente y busqué su mirada caótica—. La cobarde señora que lo permitió, esa, no es una madre.
—Merecían morir, mi hermosa Claudia —dije y concluí—: Y como tu abogado y amigo, te ayudaré a salir inocente de esta inconveniencia.
«¿Abogado?», se preguntó. Respondí que sí. Entonces, nos propusimos a desaparecer cualquier indicio que sea capaz de incriminarla.
Cavar y enterrar los cadáveres, percibir el fétido olor de las vísceras, invisibilizar el carmesí de la sangre, desechar las jeringas, fueron rutinas que forjaron nuestro vínculo. Después del arduo trabajo, dormimos junto a la ventana, sosegados bajo la luna llena.
Durante decenas de noches, la cabaña fue nuestro hogar. Nos alimentamos con la carne y nos vestimos con la piel de los animales que aprendimos a cazar. Bebimos del río y veneramos la noche. Parecía que habíamos escapado no solo de la ciudad, sino del tiempo.
Pero, yo sabía que quedaba un asunto pendiente. Sabía que ella tampoco lo desconocía. La vida de Claudia estaba destinada a la cabaña, pero, había alguien allá afuera que la estaría buscando.
Me fue difícil iniciar el tema, pero era impostergable. Le recordé que su hermano pequeño habría crecido y era oportuno tener en cuenta que eso significaba. Me atreví a proponer el retorno a la ciudad, pero, ella se
tapaba los oídos para no escucharme. Se tornó fútil el recordarle el peligro que su hermano vivo acechaba. Le espeté la imprudencia de permitir que haya alguien interesado en la desaparición de ella y sus padres. Pero hizo caso omiso y comenzó a hartarse de mi incapacidad para callarme. Entonces, ideé un plan a sus espaldas, para que el hermano viniese a nosotros. Alejado de ella por su intolerancia hacia mí, resolví el modo de enviar una señal que anunciase nuestro escondite. Me aseguré de que viniese solo.
Así, llegó la noche en que la cerradura de la cabaña se agitó con una fuerza desesperante. El hermano de Claudia llamaba a gritos. Llovía y sus bramidos se intensificaban ante la mirada fija que ella mantuvo sobre la puerta.
—¿Cómo lo supo? —se preguntó. Y me miró con odio.
Le pedí que se resguardara en la sombra de la cocina. Luego, abrí la puerta decidido a enfrentarlo. Su hermano entró e iluminó la oscura cabaña con una linterna.
—Claudia, soy yo. ¿Dónde estás?
Oculto en las sombras, miré el semblante temeroso del joven. A lo lejos, una patrulla hizo sonar su sirena. Había mentido, no llegó solo.
Miré a Claudia que estaba oculta junto a mí y supimos cuál era la resolución.
Claudia salió de la cocina en silencio y su habilidad cazadora la ubicó tras su hermano sin que este lo notara. Hundió el cuchillo con el que rebanaba los animales en uno de sus pulmones. Y lo giró de izquierda a derecha, una y otra vez, triturando sus entrañas. Luego, cedió a la delicia de extraer el cuchillo de la espalda de su víctima. Él dio vuelta y la miró petrificado ante la sorpresa y el dolor.
—¡Termina de una vez! —dije. —La policía está cerca.
—¡No me digas qué hacer!, ¡esto es tu culpa! —respondió ella sin esquivar su mirada de los ojos de su hermano. Sus pupilas temblaban.
—¿Quién está ahí, hermana? —dijo el joven con la muerte trabando sus sílabas.
—¡Mátalo! —grité a Claudia.
—¡No me digas qué hacer!
Su hermano alcanzó la linterna que yacía cerca de él y alumbró el lugar. Volteó a ver a lo ancho de la cabaña, pero no había nadie. Estaban solos. Supo entonces que las suposiciones de los investigadores eran ciertas.
Claudia escuchó el último aliento de su hermano. La policía rodeaba el lugar.