Iván se cruzó con el hombre gordo por la acera. El hombre gordo era calvo hasta la nuca, de donde nacía una melena desgastada por las canas que empezaban a relucir. Cargaba a su pequeño llorón en el canguro. El trasero caliente del bebé se posaba en su barriga.
El hombre gordo y casi calvo se detuvo en la parada del bus, cargaba a su bebé insoportable y rodeaba la cintura de su mujer con uno de sus brazos inflados.
A Iván le regurgitó el estómago cuando el hombre gordo, su mujer y su niño pasaron junto a él.
Para ellos, él era un fantasma. O, por lo menos, trataban de convencerse de ello.
Pero Iván sabía que ese autoconvencimiento era inútil. Sentía que lo miraban de reojo, con su amargura en la boca, con las líneas de expresión acentuadas entre las cejas.
Esos detalles hacían que Iván sonría. Y maquine.
Se acercó. Y en cada paso avanzado la tensión le soplaba el rostro con mayor fuerza.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, dirigió sus palabras a la mujer:
—Te ha crecido el culo. —Una sonrisa sardónica alumbraba su faz. La sangre se inyectó en los rostros incrédulos de la pareja, mientras, el pequeño babeaba sobre los pelos que sobresalían del pecho del padre.
—¡Lárgate de aquí! —dijo ella, mordiendo un grito que pugnaba por salir. Pero Iván seguía inmóvil, con su risita burlesca en el rostro.
Luego dijo:
—Pero, es un halago. Las mujeres anhelan tener el culo grande.
El hombre gordo tenía el rostro contorsionado y la mandíbula tensionada como la mordida de un pitbull. Su gesto contenía litros de bilis predispuestos a salir expulsados apenas abriese la boca.
Luego, Iván estiró su brazo y la mujer recibió una nalgada seguida de una leve caricia.
Al hombre gordo le titiló el labio mientras se desabrochaba el canguro que sostenía al bebé llorón. La mujer gritaba insultos y su saliva bañaba los ojos, los carrillos y los dientes de Iván. La voz era chillona. Aguda como el metal oxidado de un columpio oscilante. Tan aguda que su sonido rebotaba en los oídos de Iván como un taladro de dentista. Eso lo enfurecía. Le quemaba la piel. A medida que se sulfuraba, la sardónica risita crecía.
El hombre gordo estampó su enorme puño sobre los dientes amarillos de Iván y la sangre emanó. Espesa como lava de volcán.
Cayó al piso por el impacto y no supo en qué momento tuvo al hombre gordo encima suyo. Los colmillos torcidos de Iván abrieron la piel de los nudillos que lo atacaban.
Doscientos cincuenta kilos sobre su cintura y una ola de ADN esparcida a cada golpe. Bajo la espesa sangre, sobre los huesos fracturados y la piel inflamada había una voz gangosa que gritaba:
—¡Espera! ¡Es-pe-ra!
El hombre gordo no escuchaba. Iván tomaba entre sus manos la sangre que brotaba de su nariz. Una laguna roja como el vino en el cráter de sus palmas. Luego, con los ojos cegados por la hinchazón, tanteaba el rostro del hombre gordo y lo embadurnaba. Sus dedos merodeaban las fosas nasales y la boca y los oídos de su oponente. Salían de la boca lacerados por los mordiscos furiosos de los doscientos cincuenta kilos que respiraban encima de él, y desorbitaban sus ojos inyectados de odio.
—¡Espera! —continuaba la voz gangosa—. ¡Olvidé decirte algo!
Los doscientos cincuenta kilos lo silenciaron al presionar las enormes manos sobre su garganta.
Cerca de ellos, el bebé insoportable lloraba en los brazos de su madre. Pero ella no escuchaba el ruido del infante, pues, la masacre que presenciaba la transportaba a un portal de satisfacción inusitada. Una corriente le invadía los muslos.
El hombre gordo se incorporó al dejar inconsciente a su enemigo. —Probablemente está muerto —se dijo y caminó a juntarse con su familia. Temblaba y quería llorar. La adrenalina cayó como una cascada, mareándolo.
Sollozó.
Su mujer y él lloraron y se abrazaron, pero tal coraza no impidió el beso de la desesperación. La ansiedad que remaba por los muslos de la mujer chocó con la pelvis del hombre. En la amargura, sus genitales ardían.
Entre el beso apasionado y el abrazo desesperado, la sangre de Iván, esparcida en la humanidad del hombre gordo, pintaba la blusa de su esposa y daba de beber al infante.
Eran una familia feliz. Unida.
De repente, Iván rodeó el cuello y el tórax del hombre gordo. Sus flácidos piernas y brazos se clavaban en el hombre como la mordida de una hormiga.
Iván lo abrazaba y le vociferaba en la oreja:
—¡No te he dicho algo que debes saber!
Sus labios inflamados no articulaban las palabras con claridad. La saliva y la sangre llovían de la nube de su boca rota.
—¡Debes saberlo!
—¡Debes… saberlo!
El hombre gordo se arrodilló. Cedió ante el flácido ser que colgaba sobre su espalda húmeda.
La voz gangosa y agitada dijo por fin:
—¡Tengo SIDA. Soy si do so!
Su voz agitada y sus palabras mal articuladas dijeron: