Rie.Zgo biológico

Parte 2

Continuaron corriendo por el bosque, sin rumbo fijo. El viento soplaba con fuerza, haciendo que las ramas de los árboles se movieran y crujieran. El sonido les ponía los nervios de punta, ya que no sabían si se trataba de algún animal o de algún zombi.

 

― ¿Cuánto tiempo llevamos corriendo? ― preguntó Laura, jadeando.

― No lo sé, pero tenemos que parar pronto ― respondió María, agotada.

― ¿Y si nos encontramos con más zombis? ― cuestionó Luis, asustado.

― No podemos seguir así, tenemos que buscar un lugar seguro donde escondernos ― dijo Bruno, mirando a su alrededor y divisando una luz a lo lejos, entre los árboles. Parecía provenir de una casa o una cabaña.

― ¡Miren, allí hay una luz! ― exclamó Bruno, señalando con el dedo.

― ¿Crees que sea seguro? ― preguntó María, esperanzada.

― No lo sé, pero es mejor que nada ― respondió Bruno, acelerando el paso.

 

Los cuatro amigos se dirigieron hacia la luz, con cautela. Al acercarse, vieron que se trataba de una pequeña cabaña de madera, con una chimenea humeante y una ventana iluminada.

 

― Parece acogedora ― dijo Laura, aliviada.

― Sí, pero no sabemos quién vive ahí ― dijo Luis, desconfiado.

― Tal vez sean personas normales, que nos puedan ayudar ― dijo María, optimista.

― O tal vez sean zombis disfrazados, que nos quieran comer ― dijo Bruno, bromeando.

Los cuatro amigos se rieron nerviosamente. Luego se acercaron a la puerta de la cabaña y tocaron con suavidad.

― ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ― preguntó Bruno, en voz baja.

― No hay respuesta ― dijo Luis, impaciente.

― Tal vez no haya nadie ― dijo Laura, decepcionada.

― O tal vez estén dormidos ― dijo María, esperanzada.

 

Bruno volvió a tocar la puerta, esta vez con más fuerza. La puerta se abrió de golpe y apareció un hombre mayor, con una escopeta en la mano.

 

― ¿Quiénes son ustedes? ¿Son rebeldes? ¿qué quieren? ― preguntó el hombre, apuntándoles con el arma.

― Por favor, no nos dispare ― dijo Bruno, levantando las manos. ― Somos unos amigos que estábamos en una cabaña cerca de aquí y nos atacó un zombi. Logramos escapar y vimos su luz. Solo buscamos un lugar seguro donde pasar la noche.

― ¿Un zombi? ¿De qué están hablando? ― preguntó el hombre, confundido.

― ¿No lo sabe? Hay un virus que está convirtiendo a la gente en muertos vivientes. Es una epidemia mundial. Lo han dicho en las noticias ― explicó María, rápidamente.

― Yo no veo las noticias. Vivo aislado del mundo. Solo me informo un poco de las actividades de los rebeldes y ejército para tener cuidado. No me fío de nadie― dijo el hombre, desconfiado.

― Por favor, créanos. No somos zombis ni rebeldes. Solo necesitamos su ayuda ― dijo Laura, suplicante.

― Mmm… déjenme verlos bien ― dijo el hombre, bajando un poco el arma.

 

El hombre examinó a los cuatro amigos con atención. Vio que estaban sucios, cansados y asustados. No parecían zombis ni rebeldes.

 

― Está bien, pueden entrar. Pero no intenten nada raro o los lleno de plomo ― les advirtió el hombre, abriendo la puerta.

Los cuatro amigos entraron a la cabaña con alivio. El hombre los condujo hasta el salón, donde había un sofá y una mesa con unas velas encendidas.

― Siéntense allí y cuéntenme todo lo que ha pasado ― les ordenó el hombre, sentándose en una silla frente a ellos.

 

Los cuatro amigos le contaron al hombre todo lo que habían vivido desde que llegaron a la cabaña para celebrar el cumpleaños de Pedro. Le hablaron del zombi que los atacó y mató a sus dos amigos. Le mostraron las heridas que tenían en los brazos y las piernas. Le pidieron que les prestara su teléfono para llamar a sus familias y avisarles que estaban bien.

 

El hombre los escuchó con atención y asombro. No podía creer lo que le estaban diciendo. Nunca había oído hablar de un virus que convirtiera a la gente en zombis. Pensó que era una broma o una locura.

 

― ¿Y cómo se llama ese virus? ― preguntó el hombre, incrédulo.

― No lo sabemos. Solo sabemos que una manera de transmisión es por la mordedura de los infectados y que no hay cura ― respondió María, nerviosa.

― ¿Y cómo se puede detener? ― preguntó el hombre, preocupado.

― No lo sabemos. Quizás habrá que dispararles en la cabeza o quemarlos ― respondió Luis, asustado.

― ¿Y qué van a hacer ahora? ― preguntó el hombre, curioso.

― No lo sabemos. Solo queremos sobrevivir ― respondió María, resignada.

 

El hombre se quedó pensativo. No sabía si creerles o no. Pero tampoco tenía motivos para dudar de ellos. Parecían sinceros y desesperados. ― Bueno, supongo que pueden quedarse aquí esta noche. Pero mañana tendrán que irse ― les dijo el hombre, con generosidad.

― Muchas gracias, señor. Es muy amable de su parte ― le agradeció Laura, con gratitud.

― No hay de qué, niña. Pero no me llamen señor. Me llamo Juan ― se presentó el hombre, con simpatía.

― Mucho gusto, Juan. Nosotros somos Bruno, María, Luis y Laura ― se presentaron los cuatro amigos, con educación.

 

Juan les sonrió y les ofreció algo de comer y beber. Luego les mostró una habitación donde podían dormir. Les dijo que se pusieran cómodos y que descansaran.

 

Los jóvenes le dieron las gracias y se fueron a la habitación. Se quitaron la ropa sucia y se pusieron unas mantas por encima. Se acostaron en el suelo y se abrazaron unos a otros.

 

― Ojalá todo esto fuera una pesadilla ― dijo Laura, suspirando.

― Yo también lo deseo ― dijo María, consolándola.

― Tal vez mañana todo mejore ― dijo Luis, esperanzado.

― Tal vez sí, tal vez no ― dijo Bruno, realista.

 

Los cuatro amigos cerraron los ojos e intentaron dormir. No sabían qué les depararía el futuro. Solo sabían que tenían que seguir sobreviviendo.




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