Los soldados se quedaron atónitos ante lo que habían hecho, se dieron cuenta de que habían matado a unos civiles. Se sintieron culpables y arrepentidos por su error.
― ¡Oh, no! ¡Qué hemos hecho! ― exclamó el soldado, lamentándose.
― No lo sabía. Pensé que eran zombis ― dijo el otro soldado, justificándose.
― No importa. Hemos matado a unos inocentes. Hemos fallado a nuestro deber ― dijo el primer soldado, reconociendo el error.
Los soldados se quedaron en silencio. No sabían cómo reparar su error. No sabían cómo seguir adelante. Se quedaron en shock, no pudiendo creer lo que habían hecho. Habían matado a unos civiles por error.
― ¿Qué vamos a hacer ahora? ― preguntó uno de los soldados, nervioso.
― No lo sé. Tenemos que informar al comandante ― respondió otro soldado.
― ¿Y qué le vamos a decir? ¿Que hemos matado a unos inocentes? ¿Que hemos fallado a nuestro deber? ― dijo el primer soldado, nervioso.
― No tenemos otra opción. Tenemos que decir la verdad ― dijo el segundo soldado.
Los soldados se comunicaron por radio con el comandante. Le contaron lo que había sucedido. Le pidieron perdón y le rogaron que no los castigara.
El comandante escuchó el informe con incredulidad y enfado. No podía creer lo que habían hecho sus hombres. Habían cometido un grave error que podía tener consecuencias fatales.
― ¿Están locos? ¿Cómo han podido hacer algo así? ¿No se dan cuenta de que han puesto en peligro a toda la ciudad? ¡Descuidaron la fortaleza para disparar a un coche de civiles! ― gritó el comandante, furioso.
― Lo sentimos, señor. Fue un accidente. Pensábamos que eran zombis ― se disculparon los soldados, asustados.
― No me sirven sus excusas. Han actuado sin pensar. Han disparado sin confirmar. Han violado las normas de seguridad ― les reprochó el comandante, furioso.
― ¿Qué quiere que hagamos, señor? ¿Qué podemos hacer para remediarlo? ― preguntaron los soldados, asustados.
― Lo único que pueden hacer es rezar para que no haya más zombis por ahí. Y para que no haya más civiles infectados en la ciudad ― dijo el comandante, furioso.
El comandante les ordenó que se quedaran en sus puestos y que continuaran vigilando la situación. Les dijo que enviaría un equipo de limpieza para recoger los restos del coche y de los cuerpos. Les ordenó que esperaran su llamada.
Los soldados obedecieron al comandante y se quedaron en sus puestos. Se sintieron culpables y arrepentidos por su error. Se sintieron temerosos y angustiados por la situación.
Pero lo que no sabían era que su error había desencadenado una catástrofe.
No eran conscientes de que la explosión del coche y otras similares ocasionadas en otros puntos de la ciudad, habían atraído a más zombis hacia la misma, los cuales habían logrado ingresar por otras entradas menos vigiladas, comenzando a atacar a todos los habitantes.
La ciudad de Montevideo se convirtió en un infierno. Los zombis invadieron las calles y los edificios, matando y devorando a los habitantes. Los soldados y los policías intentaron defender la ciudad, pero fueron superados en número y en fuerza. Los civiles se escondieron en sus casas, en sus refugios, en sus bunkers, pero no pudieron escapar de la muerte. El virus zombi se propagó por toda la ciudad, infectando a todos los que entraban en contacto con él. Nadie se salvó. Nadie sobrevivió.
El comandante fue el último en caer. Se atrincheró en su oficina, rodeado de armas y municiones. Resistió hasta el final, disparando a los zombis que intentaban entrar. Pero no pudo evitar que lo mordieran. Sintió el dolor y el horror de la infección. Sintió el cambio y la pérdida de su humanidad. Antes de convertirse en zombi, se pegó un tiro en la cabeza.
Así terminó Montevideo, la ciudad de los resilientes. De manera trágica y cruel, que pudo haber sido diferente de no ser por la suma de errores.
FIN