Cuando dieron las doce encendí las velas. Había formado un pentaculo de sal debajo del sauce de la plaza y esperaba que el conjuro funcionase. Tomé mi medalla de Lázaro y la apoyé en una de las puntas. Debía esperar que el portal se abriera del otro lado, no podía hacer más, ahora todo dependía de ella.
Aguardé unos minutos que se hicieron eternos. Llegué a pensar que no lo lograría, que la habían atrapado con los ingredientes que le dí para hacer el portal o que había olvidado como hacerlo. Incluso había una posibilidad que no sobreviviera al viaje. Los humanos no pueden exponerse a los portales por mucho tiempo.
Finalmente mis temores fueron acallados. Las velas comenzaron a refulgir y la sal se tornó color rojizo. Un torbellino se arremolinó en el centro de la estrella y una nube negra comenzó a manar de su interior. En ese momento, una mano surgió de entre el nubarrón. La sujeté con fuerza y tiré de ella hacía arriba. Fue un tirón constante y firme, pero tuve que hacer mucha fuerza.
Finalmente la muchacha salió completamente del portal. Había envejecido unos diez años por el viaje, estaba irreconocible, pero estaba seguro que era ella. Sus ojos inocentes y asustados seguían allí, como horas atrás.
Saqué un vial con un liquido ámbar y se lo di a beber.
-¿Lo logramos? -dijo intentando recuperar fuerzas.
-No. Tu lo lograste -respondí mientras la sujetaba por los hombros intentando evitar que se desmayara.
Al día siguiente, cuando regresé de Entre Rios, donde la había dejado tras conducir toda la noche, el obispo Drozdov me esperaba en mi oficina.
-Estuve llamándolo toda la noche -dijo muy molesto.
-Hacía tiempo no tenía un caso. Cobré el cheque y fui por unos tragos. -respondí entre bostezos mientras intentaba abrir la puerta
-La chica volvió a escaparse. Y esta vez, creemos que tuvo ayuda.
-No sé que decirle. Pasó una semana en la calle. Tal vez aprendió un truco o dos.
-No creo que ningún vagabundo pueda enseñarle como hacer un portal.
-Se sorprendería las cosas que se consiguen en las calles por un buen servicio.
El obispo hizo un gesto de desprecio, movió la cabeza con resignación y arremetió nuevamente.
-¿Cuánto?
-¿Cuánto qué?
-¿Cuánto quiere por devolverla?
-Me ofende. Yo no tuve nada que ver. Si quiere pagar la tarifa estándar por buscarla, adelante, pero no le doy garantías. Gasté mis mejores pistas la última vez y no creo poder volver a dar con ella.
-Tal vez sea un moralista; tal vez sea un estafador, como sea, no espere recibir buenas noticias de la comunidad rusa. -dijo con un aire de superioridad, dio media vuelta y se fue con el mentón levantado.
Me sonreí y entré a mi casa. Necesitaba una buena siesta. Había sido un caso intenso.