El eco de los pasos de Carlota todavía resonaba en la mente de Armando al día siguiente, como si aquella breve persecución nocturna aún no hubiera terminado. La imagen de ella al escabullirse en los callejones oscuros del Barrio de Santa Cruz, dejando en sus manos aquel pañuelo perfumado y en su mente la certeza de que era alguien peligrosa, lo atormentaba.
Sabía que esta mujer no era una ladrona común. No solo por la destreza con la que había evadido su persecución, sino porque aquel encuentro había despertado en él una mezcla de fascinación y suspicacia que no podía sacudirse. Esa noche, apenas había dormido. Los detalles de su encuentro se repetían en su cabeza, desde la manera en que lo había mirado, con aquellos ojos desafiantes y llenos de un misterio antiguo, hasta la forma en que se había desvanecido, dejando un rastro de preguntas sin respuesta.
Armando comenzó el día en su despacho, con el pañuelo aún en el bolsillo de su chaqueta, como un recuerdo silencioso de esa mujer. Tras unos momentos de duda, decidió que investigar sobre ella era más que una simple cuestión profesional: se había convertido en una obsesión. Si había algo que lo caracterizaba, era su tenacidad, y esta vez se sentía más motivado que nunca. No podía permitir que una ladrona como ella se siguiera burlando de la justicia.
Se dirigió al archivo policial, un espacio amplio y algo sombrío en el que los casos de años pasados descansaban en estanterías repletas de carpetas amarillas y papeles desgastados. Comenzó a revisar las carpetas que contenían informes de robos de antigüedades en la ciudad y en las localidades vecinas, especialmente aquellos crímenes relacionados con objetos históricos de alto valor. Tenía la intuición de que si la atrapaba, encontraría una larga lista de delitos detrás de ella.
Mientras hojeaba documentos de años anteriores, los detalles comenzaron a formar un patrón. Una serie de robos de objetos históricos, todos de procedencia aristocrática, parecían señalar que la ladrona había elegido sus objetivos meticulosamente. Las joyas, pinturas y relicarios que desaparecían no eran robados al azar; todos pertenecían a familias con una historia de poder y fortuna, familias cuyo linaje estaba ligado a Sevilla desde hacía siglos.
El caso que más le llamó la atención era el robo de un broche de oro ornamentado que había pertenecido a la familia Vega, una dinastía que en su día había financiado grandes obras en la ciudad y que aún conservaba algunos objetos de enorme valor histórico. Al seguir leyendo, encontró que, al igual que el anillo que había mencionado en el informe de la noche anterior, el broche de los Vega también contenía símbolos antiguos, vinculados a la nobleza sevillana.
La pregunta comenzó a formarse en su mente: ¿qué quería Carlota realmente? ¿Eran esos objetos un simple botín o había algo más profundo? ¿Tal vez un motivo personal, una venganza contra aquellas familias? Cada vez que su mirada se posaba en un informe, sentía que estaba desentrañando algo más grande, como si este caso estuviera entrelazado con una historia oculta de la ciudad.
Frustrado por la falta de detalles concluyentes, decidió buscar respuestas en otro lugar. Sabía que Sevilla albergaba un submundo de contactos y personajes que vivían en los márgenes de la ley, personas que preferían mantenerse en las sombras, lejos de la vigilancia de la policía.
Esa misma noche, acudió a un bar en el barrio de Triana, un lugar donde los rumores y las habladurías sobre robos, contrabando y negocios turbios eran moneda corriente.
Se encontró con un conocido suyo, un informante llamado Esteban, quien manejaba información sobre la venta de objetos robados y tenía buena memoria para las caras y los nombres.
—He oído que andas buscando a alguien —dijo Esteban, con una sonrisa astuta.
El policía asintió, evitando mostrar su impaciencia.
—Necesito información sobre una mujer, una ladrona. Morena, joven, con un aire bastante... desafiante —contestó mientras describía a Carlota con una precisión que no ocultaba su intensidad—. Suele robar objetos antiguos, antigüedades que solo interesarían a los coleccionistas o a los nostálgicos de la historia.
Esteban frunció el ceño, pensativo.
—Ah, sí… Ella —respondió finalmente, y su tono dejaba entrever un respeto involuntario—. La llaman "La Gata". Dicen que se mueve como el humo, que nadie puede retenerla. Su especialidad son las antigüedades, y tiene un gusto particular por las reliquias familiares de las casas antiguas de Sevilla. No actúa sin motivo, y siempre deja una firma, algo que la hace... única.
La “firma” de Carlota consistía en pequeños detalles que casi nadie notaba: un libro movido de lugar, una flor seca abandonada en alguna parte de la habitación. Eran detalles que dejaban huella en la memoria de sus víctimas y que ahora, para Armando, empezaban a formar una imagen más completa de su carácter.
A medida que Esteban le contaba más, el joven sintió que su obsesión se alimentaba con cada palabra. No podía apartar la imagen de ella de su mente, de su sonrisa burlona, de su habilidad para evadirlo. Se daba cuenta de que no era solo por el deber de atrapar a una delincuente, sino que la idea de entenderla, de desenmascarar cada uno de sus secretos, se había convertido en algo personal.
Durante las semanas siguientes, Armando dedicó cada momento libre a estudiar sus robos. Encontró un patrón claro: todos los objetos robados pertenecían a familias nobles, pero no a cualquiera, sino a aquellas con una historia oscura, familias con secretos ligados al poder y la traición. Los rumores decían que varias de esas casas habían sido implicadas en eventos oscuros durante siglos: el tráfico de influencias, las alianzas rotas, los favores comprados.