Robando corazones

Capítulo 3

Carlota observaba el horizonte de Sevilla desde la azotea de un edificio abandonado. La ciudad, con sus luces doradas reflejándose en el río Guadalquivir, parecía dormida, ajena a las sombras que escondía entre sus muros. Mientras el viento nocturno acariciaba su rostro, ella dejaba que su mente la transportara a un pasado que todavía ardía en su pecho.

Era un recuerdo amargo, una herida que jamás había sanado. La última vez que había visto aquel collar, ella era solo una niña. Aún recordaba el peso del oro en sus manos pequeñas, el destello de las gemas verdes que, en aquel momento, simbolizaban el legado de su familia. Era una reliquia heredada durante generaciones, un símbolo de la prosperidad que su familia había construido con esfuerzo. Sin embargo, aquella pieza, su collar, ahora se encontraba en manos de otra familia, una de esas casas nobles que habían devastado a los suyos.

Su vida había cambiado de golpe cuando tenía apenas ocho años. Era el verano de 1975, uno de los más calurosos en Sevilla. Su madre, una mujer de mirada firme y noble, solía contarle historias sobre sus antepasados: cómo habían trabajado y luchado para elevarse en una sociedad que pocas veces daba oportunidades. En aquel entonces, los pasillos de su casa eran largos y llenos de cuadros, trofeos, y objetos de su historia familiar. Pero todo eso cambió un día, cuando la traición les golpeó como una tormenta que destruye sin piedad.

Había una familia en particular, los Calderón, que se presentaban como amigos y aliados de los suyos, siempre compartiendo las cenas y brindando por la prosperidad mutua. A través de artimañas y promesas, la familia de Carlota confió en ellos, les abrió las puertas de su hogar y de sus negocios. Mas, una noche, en medio de una elegante fiesta, un rumor comenzó a circular, un rumor que era como un veneno letal.

La madre de la chica había oído que los Calderón planeaban adquirir sus propiedades y tierras con documentos falsificados, apoderándose del patrimonio de su familia. Para cuando comprendieron la verdad, ya era demasiado tarde. Documentos y contratos falsos circulaban en la corte local, y en pocos días, las propiedades que pertenecían a los suyos fueron embargadas. La familia de la joven lo perdió todo: la casa, los negocios, las tierras, y finalmente, el propio apellido quedó mancillado y deshonrado.

La madre de Carlota nunca superó esa traición. Con el tiempo, la pobreza se instaló en su vida, y los lujos que habían disfrutado se convirtieron en recuerdos dolorosos. La muchacha pasó de ser una niña alegre y llena de ilusiones a una joven atormentada por la injusticia y el resentimiento. Desde pequeña, había jurado vengarse, de una forma u otra, de todos los que habían permitido aquella traición.

Con los años, aprendió a sobrevivir en la calle. Su astucia y su destreza le permitieron escalar posiciones en el submundo sevillano, ganando el respeto y el temor de quienes la conocían. Su misión de venganza se había convertido en el único propósito de su vida, y cada pieza que robaba era un recordatorio de que, paso a paso, estaba reclamando lo que les habían arrebatado.

El collar que planeaba robar ahora era la joya más importante de esa misión personal. Sabía que pertenecía a la familia Álvarez, herederos de los Calderón, y era uno de los pocos objetos que quedaban de aquella época, que había pasado de generación en generación, como si fuera un trofeo de su triunfo sobre los suyos. Carlota había dedicado semanas a estudiar cada detalle sobre la casa de los Álvarez, donde el collar se encontraba. Había descubierto que lo guardaban en un gabinete de cristal en su salón principal, junto a otras joyas familiares.

Su corazón latía con fuerza cuando pensaba en el momento de verlo de nuevo, en sus manos, sabiendo que con cada robo estaba devolviendo algo de dignidad a su familia y, quizás, cerrando una herida que nunca había dejado de sangrar. Mas también sentía el peso de su soledad, de esa existencia en la que el resentimiento era su única compañía. No tenía amigos, y la familia que le quedaba apenas sabía de su vida actual. Vivía entre sombras, y sabía que sería así hasta el final.

Esa noche, mientras trazaba el plan para robar el collar, recordó una vez más el rostro de su madre. La mujer había perdido su sonrisa, consumida por la tristeza y la desesperanza. Carlota prometió, como lo hacía cada vez que planeaba un robo, que este sería por ella. Por cada lágrima que su madre había derramado y por cada día que había sufrido por la traición de quienes alguna vez llamaron amigos.

Su plan era meticuloso. Sabía que los Álvarez organizaban una gala benéfica en su mansión en los próximos días, un evento al que asistiría la alta sociedad de Sevilla. Sería su oportunidad perfecta. Conocía el diseño de la casa, había observado cada ventana, cada puerta, y sabía que durante la gala, la seguridad estaría más concentrada en los invitados que en los objetos de la familia.

Pasaría por una ventana lateral que la llevaba a una pequeña biblioteca conectada con el salón principal. Sabía que el collar estaría expuesto como símbolo de la historia y la fortuna de la familia, una demostración de su poderío y prestigio en la ciudad. Pero lo que ellos no sabían era que esa noche, aquel símbolo de su linaje sería reclamado por alguien que lo consideraba mucho más que una joya.

Carlota pasó días preparando cada detalle: desde la ropa que usaría para mezclarse con los invitados en caso de que la descubrieran, hasta el equipo que necesitaría para burlar las alarmas y las cerraduras. Había memorizado cada rincón de la mansión a través de los mapas que había conseguido y de sus propias observaciones. También había ensayado posibles excusas en caso de encontrarse con algún guardia o con algún curioso. Sabía que en una misión como esta, cualquier error podría costarle mucho, sin embargo, confiaba en sus habilidades y en la seguridad que le daba saber que actuaba en nombre de algo mucho más grande que ella misma.




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