Las luces de la Feria de Abril iluminaban el cielo de Sevilla con un resplandor cálido y vibrante. El ambiente estaba cargado de energía; la música de guitarras y el zapateo del baile flamenco resonaban en cada rincón de las casetas, donde la gente disfrutaba con copas de vino, risas y conversaciones animadas. Carlota se movía entre la multitud, observando discretamente a su alrededor. El bullicio y el calor humano la envolvían, brindándole el disfraz perfecto para su misión de esa noche.
Su objetivo era claro: un broche de esmeraldas perteneciente a la misma familia aristocrática que había tenido en su mira desde hace años. La joya se exhibía como un símbolo de prestigio y poder en esta fiesta, y ella no tenía la menor intención de dejarla en las manos de quienes, a sus ojos, habían causado tanto daño a su familia. Había memorizado la ubicación de la caseta privada de los nobles, y aunque el plan era arriesgado, la multitud de la feria le ofrecía numerosas oportunidades para escabullirse.
Con el rostro cubierto parcialmente por un mantón andaluz y un vestido rojo que se mezclaba perfectamente con el ambiente festivo, la chica se sentía segura y preparada para lo que vendría. Pero, al adentrarse en la caseta de los aristócratas, un escalofrío la recorrió. Sintió una presencia familiar, una mirada que parecía seguirla entre la gente. Disimuladamente, echó un vistazo hacia el lado opuesto de la caseta y allí lo vio: Armando.
Él estaba hablando con un grupo de policías de paisano, y al parecer estaba también en la feria por trabajo. Vestido con un traje oscuro, sin su característico uniforme, apenas parecía un oficial de la ley. Al notar la silueta de ella, su expresión cambió. La identificó de inmediato, y ella supo que tenía escasos segundos antes de que decidiera acercarse.
Carlota giró sobre sus talones y se mezcló con el flujo de personas, buscando una salida rápida, no obstante, antes de que pudiera dar dos pasos, sintió la mano firme de él que la sujetaba del brazo. Lo miró, intentando mantener una expresión neutral, aunque sabía que él ya había notado su sorpresa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él, bajando la voz, mas con un tono inconfundible de reproche.
—Lo mismo que tú, disfrutando de la feria, ¿no es evidente? —respondió con una sonrisa forzada, intentando disimular su nerviosismo.
El chico alzó una ceja, evidentemente escéptico, y sin soltarla, la condujo hacia un rincón menos concurrido de la caseta. La música y las risas se mezclaban a su alrededor, creando una burbuja donde solo existían ellos dos, aunque ambos sabían que la tensión era más intensa que nunca.
—No me engañes, Gata. ¿Otra joya? ¿Otro robo? —dijo él, sin dejar de observarla.
—Tal vez. Pero esta vez no tienes nada que temer. No vine por ti —contestó, con una leve sonrisa desafiante.
Él suspiró, consciente de que, como siempre, ella solo le diría lo que quisiera revelar. Sin embargo, algo en su tono le decía que había algo más detrás de esa actitud desafiante. Quizás el peso de su historia, el misterio de su pasado y la razón de su venganza, lo que aún no le había contado.
—¿Sabes qué? —inquirió él, soltando su brazo sin dejar de mirarla a los ojos—. Por una vez, podríamos olvidarnos de todo esto. Del trabajo, de tus robos. Solo por esta noche.
Carlota lo miró con sorpresa. La propuesta de una tregua era inesperada, pero no podía negar que la idea la tentaba. La Feria de Abril tenía algo especial, algo casi mágico. Quizás fuera la música, las luces, o el deseo de escapar de las sombras de su pasado, aunque fuera por una sola noche.
—¿Quieres invitarme a una copa, poli? —preguntó, levantando una ceja y soltando una risa ligera, que sonaba casi despreocupada, como si, por un instante, la chica llena de resentimiento y planes de venganza desapareciera.
—Pues sí. Y también a bailar —no vaciló.
Los dos caminaron juntos hasta una caseta más pequeña, un lugar acogedor lleno de personas bailando y riendo. La música flamenca llenaba el aire, y por primera vez, se dejaron llevar. Armando le ofreció una copa de fino, y ella aceptó, con una sonrisa que parecía iluminar sus ojos. Hablaron de temas triviales, de la feria, de la música y las tradiciones. Entre el brindis y el bullicio, se sintieron más cercanos de lo que hubieran imaginado.
Luego, en medio de una canción alegre, él le extendió la mano para invitarla a bailar. Ella aceptó, y ambos se sumergieron en el ritmo de las palmas y las guitarras. Al principio, los movimientos de la joven eran cautelosos, pero pronto se dejó llevar. Él la sostenía con firmeza, con sus manos marcando cada paso, cada giro. Entre risas y pasos de baile, ambos se olvidaron de todo, incluso del por qué estaban allí.
La distancia entre ellos parecía desvanecerse, y en uno de los giros, se quedaron mirando directamente a los ojos. En ese instante, el ruido de la feria se apagó, y solo sintieron la cercanía, el latido compartido de dos corazones que, en otras circunstancias, habrían seguido caminos diferentes. El policía, casi sin darse cuenta, acarició la mejilla de la muchacha, y ella no se apartó. Sus miradas se fundieron, llenas de una intensidad que ni uno ni otro podían negar.
—No deberíamos hacer esto —murmuró ella, apenas audible, mas sin apartarse.
—Tal vez, pero esta noche quiero verte, sin todo lo demás. Solo a ti, Gata —respondió él, con sinceridad en su voz.