Robando corazones

Capítulo 8

Carlota no recordaba cómo había llegado allí. Su mente estaba nublada, y el dolor en su muñeca le recordaba la violencia con la que había sido apresada. Tras varios días de permanecer escondida de la policía y de cualquier aliado de Armando, había sido descuidada. No esperaba que un grupo de mercenarios contratados por su enemigo la siguiera hasta el barrio de Triana. Había intentado escapar, mas ellos fueron más rápidos. No le dieron tiempo ni para sacar su cuchillo de emergencia.

Mientras sus captores la conducían a un almacén desierto a orillas del río Guadalquivir, la chica apenas pudo escuchar lo que decían. Sabía que estaban relacionados con la familia aristocrática que había jurado arruinar, pero no entendía sus intenciones. Quizá buscaban silenciarla para evitar que la información sobre sus crímenes y negocios turbios saliera a la luz. Fuera lo que fuese, ella sabía que debía escapar.

Cuando llegaron al almacén, la ataron a una silla en una habitación oscura. Podía oír el sonido del agua del río, una especie de consuelo en medio de su desesperación. Su mente comenzó a calcular, a buscar una forma de deshacerse de las cuerdas que la sujetaban. No obstante, apenas había comenzado a trabajar en su plan cuando escuchó voces en el pasillo, y su corazón dio un vuelco. Una de esas voces era familiar.

—¡Dejadme hablar con ella! —gritó una voz masculina, potente y decidida. Era Armando.

Carlota cerró los ojos un instante. ¿Qué estaba haciendo él allí? ¿Era una trampa? Pero, cuando lo vio entrar y encontrarse con la escena, sus ojos ardían con una determinación que le decía que estaba allí para ella.

—Vengo a buscarla —declaró él, manteniendo la calma ante los mercenarios que lo observaban con recelo—. Sabéis que ella está bajo mi vigilancia, y que yo me encargaré de su destino. ¿Queréis problemas con la policía?

Los hombres lo miraron, dudando, y finalmente uno de ellos asintió con desconfianza.

Tan pronto como se quedaron solos, el policía se acercó rápidamente a ella y, en silencio, comenzó a desatarla. Sus manos se movían con rapidez, mas sus ojos no se apartaban de los de ella.

—¿Cómo supiste que estaba aquí? —susurró la joven.

—Escuché rumores. No podía dejar que algo te pasara.

Ella bajó la vista un instante, conteniendo sus emociones.

—Aún no entiendo por qué sigues ayudándome después de todo lo que ha pasado entre nosotros.

Él no respondió. Simplemente, la liberó y la ayudó a ponerse de pie. Apenas lo hizo, comenzaron a escuchar pasos que se aproximaban.

—No tenemos mucho tiempo —él la tomó de la mano y ambos salieron de la habitación en silencio para deslizarse por el pasillo oscuro hasta llegar a una ventana que daba hacia el río Guadalquivir.

—Tenemos que saltar —dijo Armando, evaluando la altura.

—¿Estás loco? —susurró, mirando hacia el agua.

—Es eso o enfrentarnos a ellos. Y prefiero la opción menos ruidosa.

Sin dudar más, él saltó primero, y ella lo siguió. La caída fue un golpe contra el agua, pero al menos estaban libres. Sin detenerse, nadaron hacia la orilla y, al llegar, ambos se pusieron en pie y comenzaron a correr por las calles empedradas del centro de Sevilla, buscando un lugar donde esconderse.

Corrieron hasta que las luces de los faroles y las sombras de los callejones parecieron absorberlos por completo. El policía tiraba de la mano de ella para guiarla con un conocimiento claro de las calles estrechas. Se detuvieron solo cuando llegaron a una antigua casa abandonada a las afueras del barrio de Triana. Él la guio adentro y cerró la puerta tras ellos. Ambos respiraban agitados, empapados, pero conscientes de que habían logrado escapar.

El silencio dentro de la casa era abrumador. Finalmente, ella se dejó caer en el suelo, agotada. Armando se arrodilló a su lado dejando una leve caricia en la mejilla femenina, como para asegurarse de que estaba bien.

—¿Estás herida? —le preguntó, con una preocupación genuina en su voz.

—No es nada grave —respondió ella, aunque el golpe en su muñeca le dolía más de lo que quería admitir. Mas al ver sus ojos, algo en ella se rompió. La guardia que había levantado contra él se desmoronó en un instante—. Armando, ¿por qué sigues ayudándome después de todo? No deberías estar aquí.

Él sostuvo su mirada y, con voz baja, respondió:

—Porque, por mucho que intente negarlo, no puedo soportar la idea de que te hagan daño.

Carlota suspiró, sintiendo que sus propias emociones la traicionaban. Intentó levantarse y apartarse de él, más el chico tomó su mano con suavidad para impedir que se alejara. Ella lo miró, y en ese momento, todos los recuerdos de traición y dudas parecieron desvanecerse. Sus ojos hablaban más que las palabras que no se atrevían a decir.

—Sabes que esto no puede durar, ¿verdad? —susurró ella.

—Lo sé —respondió él, con una tristeza en la voz que solo intensificaba la atracción que ambos sentían.

Aún temblando por el escape y consumidos por una necesidad imposible de ignorar, sus labios se encontraron en un beso cargado de pasión contenida. Fue como si el tiempo se detuviera en esa casa desierta, como si, al menos por esa noche, pudieran olvidarse de sus lealtades enfrentadas, de las promesas de venganza y las amenazas.




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