El invierno había llegado a Sevilla, cubriendo la ciudad con un aire fresco y melancólico. Armando, vestido con ropa casual y una bufanda de lana, caminaba por la Plaza Nueva, donde la vida seguía su curso entre turistas y locales que se apresuraban a refugiarse del frío. Mas él no prestaba atención al bullicio ni a las luces navideñas que adornaban las calles. Su mente estaba atrapada en las palabras de una carta que había recibido esa mañana.
El sobre era sencillo, sin remitente, pero el contenido lo había dejado sin aliento. Dentro había una carta escrita con una caligrafía elegante y segura, un mensaje que lo había descolocado y al mismo tiempo llenado de esperanza. Reconoció la letra al instante.
Armando,
He pensado mucho antes de escribirte. No quería hacerlo hasta estar segura de que mi mensaje podría llegar a ti sin poner en riesgo a ninguno de los dos. Sevilla ya no es un lugar seguro para mí, y sospecho que tampoco lo es para ti después de lo que hiciste por mí.
He encontrado un nuevo hogar en un lugar donde el pasado no pesa tanto, donde las heridas pueden sanar. Si decides venir, sabrás dónde encontrarme. No puedo prometerte que será fácil, pero puedo prometerte que, por primera vez en mucho tiempo, hay una oportunidad de algo mejor.
Si quieres tomar ese riesgo, estaré esperando.
La Gata.
No había más que unas coordenadas al final del mensaje. Armando las había buscado en un mapa y descubrió que apuntaban a un pequeño pueblo costero en Portugal, cerca de Lisboa. La idea de dejar todo atrás, una vez más, lo había golpeado como un torrente. Aunque, al mismo tiempo, era la primera vez desde su renuncia que sentía algo parecido a un propósito.
El tren que lo llevaba a Portugal serpenteaba a través de paisajes ondulados, sus vías bordeaban pueblos pequeños y vastos campos de olivos. Armando se recostó en su asiento, dejando que su mente viajara hacia lo que lo esperaba al final de la línea. Había pasado meses intentando reconstruir su vida en Sevilla después de dejar la policía, trabajando en empleos esporádicos, pero siempre con la sensación de que algo faltaba. Ahora sabía qué era.
Carlota no era solo un recuerdo; era una promesa. Una de peligro, sí, y también de algo más profundo, algo que había cambiado la forma en que veía el mundo y a sí mismo. Ella era caos y fuerza, pero también verdad. Y él había decidido que esa verdad valía la pena.
Cuando el tren llegó a Lisboa, Armando tomó un autobús hacia el pequeño pueblo costero indicado en la carta. El trayecto lo llevó por caminos serpenteantes junto al océano, mientras el sol se ponía en el horizonte, pintando el cielo de tonos naranjas y rosas. Llegó al destino: un conjunto de casas encaladas que descendían hacia un puerto pesquero tranquilo.
El aire salado lo envolvió mientras bajaba del autobús. Se detuvo un momento en la plaza principal del pueblo, observando a los lugareños y turistas pasear sin prisa. A lo lejos, el sonido de las olas rompiendo contra las rocas le dio una sensación de calma que no había sentido en años.
Sacó la carta de su bolsillo, repasando las coordenadas una vez más. Lo guiaron hasta una pequeña casa situada en la cima de una colina que ofrecía vistas espectaculares del océano. El camino de grava crujió bajo sus pies mientras se acercaba, con el corazón latiendo con fuerza. Al llegar, vio que la puerta principal estaba entreabierta, como si lo estuvieran esperando.
—Sabía que vendrías —dijo una voz familiar antes de que él pudiera entrar.
Carlota estaba de pie en el umbral, vestida con una sencilla camiseta blanca y pantalones vaqueros. Su cabello, recogido en un moño desordenado, brillaba bajo la luz cálida del atardecer. Su expresión era una mezcla de alivio y algo que él no se atrevió a interpretar como felicidad. Había algo diferente en ella, una serenidad que no había visto antes, como si hubiera encontrado una parte de sí misma que llevaba mucho tiempo perdida.
Armando dio un paso adelante, incapaz de apartar la mirada. La tensión entre ellos era palpable, pero también estaba teñida de algo más suave, más esperanzador.
—¿Cómo sabías que vendría? —preguntó, en voz baja pero cargada de emoción.
—Porque nunca me has dejado atrás del todo —respondió ella, con una leve sonrisa—. Y porque yo tampoco lo he hecho contigo.
Carlota lo invitó a pasar, y él cruzó el umbral de la casa. El interior era modesto y acogedor, decorado con muebles rústicos y detalles que hablaban de alguien que había empezado de nuevo. Un mapa colgaba de una de las paredes, con pequeños puntos marcados en varios lugares, evidencias de un plan más grande.
—¿Qué es esto? —preguntó él, señalando el mapa.
Ella se acercó y posó una mano en el papel mientras sus dedos recorrían las marcas. Su rostro se ensombreció por un momento, pero luego recuperó la calma.
—Estos son los lugares donde quiero buscar justicia —contestó—. Aún hay cosas que debo hacer, piezas que necesito encontrar para completar lo que empecé. Pero esta vez... no quiero hacerlo sola.
La declaración quedó flotando en el aire, como una invitación tácita. Él la miró, tratando de encontrar las palabras adecuadas, mas al final solo asintió.
—No sé en qué me estoy metiendo —admitió—. Pero estoy aquí. Y esta vez, no pienso soltarte.