Rodando hacia tu corazón | Hacia algún lugar #1

Capítulo 1: Comprado

Irene

«¡A quién en su sano juicio se le ha ocurrido hacer ruido un sábado a las siete de la mañana!»

Las paredes de mi habitación retumban por los sonidos de golpes que hay en el exterior y me sacan de quicio.

Mi cabeza empieza a recordar el sonido como si de una melodía se tratase: tuc, tuc, tuc. El cerebro me empieza a palpitar y las ganas de tomarme un ibuprofeno aumentan.

Me levanto por los lametazos de mi perro e intento no enfadarme mucho con todo esto, pero no lo puedo evitar.

Ya sé que desde hace unos meses las obras para la construcción de una casa bastante grande frente a la mía van a mil por hora para estar finalizada cuanto antes, pero nunca habíamos llegado a este extremo.

Un sábado, en verano, siete de la mañana.

¡No puede ser legal que se pueda empezar a trabajar a estas horas haciendo tal cantidad de ruido!

—Dios mío —susurro.

El maldito sonido no cesa y Oreo —mi perro que duerme encima de mí— no para de ladrar, cosa que empeora mi malestar craneal y hace que el guau, guau se una a la base del tuc, tuc para hacer una completa melodía.

Solo faltan mis gritos para hacer una perfecta canción, el próximo hit mundial.

¿Debería haberme matriculado en una carrera de la rama artística y mandar Administración y Dirección de Empresas a la mierda?

Miro el reloj por octava vez en dos minutos y me agarró del pelo con fuerza por la desesperación. Siento que el tiempo se ha parado y no avanza.

Había hecho una coleta para dormir anoche, pero con lo que peleo con las sábanas mientras descanso y el momento de estrés, mi cabello ya está por todas partes menos entre la goma. Por lo que después de la pequeña rabieta lo intento acomodar en su lugar.

—Ahora vengo chico. —Acaricio a Oreo, lo dejo más tranquilo sobre la cama y salgo de mi cuarto aún con algo de furia.

Dejando atrás el aseo me adecento un poco y me cubro el pijama con una bata.

Paso por la habitación de mi abuela que tiene la puerta entreabierta y me asomo para ver si está despierta.

Aquí solo vivimos nosotras dos, junto a mi perro pero, al parecer, ella no se ha enterado de los ruidos molestos del exterior.

¡Como si lo que escucháramos fuera fuesen las cataratas del Niágara y no unos terribles golpes!

Increíble.

Mientras bajo recuerdo aquel día de sorpresa y alegría.

No me lo podía creer cuando salí de mi casa y vi al hombre trajeado colocando seis carteles de comprado en las fachadas de las casas de enfrente.

Tuve miedo por un segundo, pensé que sería alguna fábrica o que harían una autopista justo al lado de mi casa.

Pero no.

En dos horas escasas la maquinaria ya estaba entrando en el pueblo y los planos del proyecto dejaron todo más que aclarado. Era una casa grande que sustituiría a las seis pequeñas que ya han sido demolidas.

Llego a la entrada y me pongo unos tenis para salir. También busco un abrigo y cuando estoy lista, abro la puerta.

El fresco de la mañana se hace presente, la verdad es que sería bueno conseguir una temperatura media entre esta y la de medio día. Así no nos haríamos huevo frito al salir de casa a las dos de la tarde.

Cierro la puerta del portal exterior y me encuentro con mis vecinas a las que el sonido también ha despertado, todas están en la pequeña acera que bordea mi casa y miran hacia la contraria mientras se abrigan con sus batas de andar por casa.

Observo también el mismo lugar.

La casa de mi antigua mejor amiga Laura, que se mudó a Madrid hace unas semanas, ya no estaba. No es una sorpresa para mí, soy consciente que el mismo día en el que los obreros llegaron las casas fueron derribadas. En contradicción no me consigo acostumbrar. Es muy extraño admitir que todo es verdad.

Que Laura me abandonó.

El sonido vuelve a hacerse presente pero ahora si puedo ver qué es.

Ya han empezado a colocar ladrillos y la hormigonera no para de ser llenada. Por un momento creo que de ahí venía el ruido, la arena, el cemento y el agua mezclados con rapidez.

Pero no.

Justo detrás de ello están cavando con una excavadora.

—¿En serio no podían hacerlo en otro momento? —susurro sin querer mi pensamiento.

—Parece ser que no. —responde alguien. Giro mi cabeza y me encuentro con una de mis vecinas, Edelmira.

—La empresa tiene que terminar la casa antes de diciembre y tienen el tiempo justo, por lo que están aprovechando cada segundo de luz para trabajar. —interviene Francisco, otro de los residentes.

—¿En diciembre de este año? —pregunto algo extrañada. —¡No da tiempo a que la terminen en medio año!

—No sé. Ya se verá. —vuelve a hablar la mujer.

—¿Y entonces vamos a tener que aguantar todo el tiempo esto? —otro de ellos sube y justo a continuación baja los hombros mostrando su desconocimiento.

Poco a poco me voy quedando sola ya que los vecinos se van retirando. Yo miro fijamente a la máquina que da vueltas llena de una sustancia gris y analizó la forma en la que están trabajando, van por grupos. Unos se encargan del muro exterior —que en poco tiempo impedirá que desde la calle se pueda ver qué ocurre en el interior—, otros están ya dándole forma a la casa y en el fondo están otros haciendo el agujero con la excavadora. Apuesto lo que sea a que es una piscina...o igual ¿un búnker?

Suelto un suspiro.

Vaya verano me espera.

Coloco mis zapatillas de osito y una bata para bajar a desayunar mientras resoplo y miro fijamente a la nada, doy mimos a Oreo en sus orejas y por último bajamos a la cocina juntos.

—Guapo. —le halago y él me ladra en respuesta. Sé que quiere decir que yo también lo soy.

Aunque sé que es mentira le sonrío.

Cuando llego a la planta baja mi nana ya está allí calentando un pequeño cazo con leche en la cocina.

Como siempre se levanta con las gallinas y utiliza el mismo método a la noche.




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