Rodando hacia tu corazón | Hacia algún lugar #1

Capítulo 2: Obras, obras y más obras

Irene

—¿Trajiste lo que te pedí?

—Claro que sí —respondo a mi abuela mientras doy mimos a Oreo, los dos me reciben en la puerta cuando llego.

Después de salir de casa de Víctor, ambos fuimos hasta un supermercado cercano. No quedaba mucho tiempo para que cerrara pero me las apañé para no quedarme sin lo que nana me había pedido esta mañana.

—Tengo la sal... —saco de la bolsa el paquete— y también el agua.

Esa no la metí en la bolsa porque son cinco litros, sino que la llevé entre las piernas durante el viaje de vuelta.

Trayecto que, por cierto, fue bastante extraño.

Durante el tramo de autovía todo fue como siempre, continuo pero no exageradamente caótico.

Pero cambió cuando nos desviamos a la carretera que va por la montaña Palentina —zona en la que está Gramedo—. Normalmente no hay prácticamente movimiento por la hora y la poca población que vive en la zona pero esta vez, además de unos pocos coches, nos cruzamos con muchos camiones que —a medida que nos acercamos al pueblo— pude ver de donde provenían.

La casa unifamiliar en construcción.

Sí, habían aprovechado bien el día para hacer lo máximo posible porque a la altura del cartel de permiso de construcción pude presenciar cómo los últimos camiones se llevaban todos los escombros y habían hecho un buen trabajo despejando toda la zona de los residuos que dejó hacer ese boquete que me despertó en la mañana.

La explanada había quedado vacía, completamente lisa y sin residuos.

Ni una pequeña piedra quedaba, lista para continuar edificando.

Verlo así, descampado, con apenas unos ladrillos colocados en la parte más baja, me hace sentir algo en el estómago. Un nudo que me obliga a recordar los momentos vividos con cada uno de los antiguos dueños.

No solo Laura, también los de la familia Pérez, los Herrero o incluso la señora Eugenia, cuya familia la mandó a una residencia aún estando suficientemente bien para quedarse aquí.

Una pena.

—¿Qué tal la tarde con Víctor? —se interesa mi abuela mientras me acerca un té.

—Bastante agradable, ¿sabías que Laura le bloqueó en el teléfono? —empiezo a contarle mientras nos movemos al sofá del salón.

Pasamos un rato hablando de todo. Ella conoce a Víctor muy bien, de vez en cuando viene hasta mi casa a pasar la tarde al igual que hice yo hoy pero con planes diferentes.

Por qué sí, aunque sea difícil de creer he conseguido varias cosas con Víctor. Por ejemplo ahora sabe ordeñar, ese tipo de cosas solemos hacer cuando viene.

Lo sé, es inusual.

Guau grita mi Samoyedo cuando dejo de hacerle caso.

—¿Qué quieres galleto? —le pregunto mientras vuelvo a acariciar su pelo de las orejas a la cola—. ¿Quieres salir?

Parece que es lo que quiere porque enseguida empieza a mover la cola de un lado a otro.

—Nana, sacaré un rato a Oreo, además me viene bien respirar algo de aire puro.

En poco tiempo me encuentro en la plaza del pueblo, las tardes de verano son largas por lo que aunque sean casi las diez el sol sigue alumbrando y los vecinos aún están fuera de sus fincas.

—¡Buenas noches, niña! —me saludan tres de las veteranas del pueblo.

Están sentadas en lo que en algún momento del día fue la sombra y me invitan a acercarme.

—¿Viste la casa nueva? —me habla una de ellas mientras otra se levanta y se aleja. Yo quedo en pie. —En la fotografía del cártel está espléndida.

—Ay sí Trinidad, pero olvídate. —interviene otra.

—Eso nunca acaba igual. —habla esta vez la que se había ido. Miro hacia su lugar y veo lo que trae en brazos, una silla para que me siente con ellas.

—¡Oh, no era necesario! —me quejo. Son mayores para cargar pesos innecesarios.

—¡Sienta y calla! —ordena.

Discutimos un poco de la vida y me cuentan varias anécdotas de su buena época mientras Oreo se divierte por la plaza hasta que empieza a refrescar.

Entonces deciden retirarse y está vez ayudo a recoger las sillas. Me despido de ellas y vuelvo con Oreo hacia mi casa sin poder evitar mirar a la de enfrente.

—¿Abuela? ¿Abuela qué haces aquí? —me pregunto cuando abro la puerta del portal y entro al jardín.

—Pensaba, se ha quedado una tarde muy buena, ¿no?

—Supongo. —respondo mirando los colores del atardecer mientras me siento a su lado en el porche.

Por unos segundos reina el silencio hasta que ella decide hablar.

—Tienes que replantearte lo que te dije.

Dejo los tonos azulados del cielo para centrarme en sus palabras.

—Este lugar está destinado a ser abandonado. Tú también tendrás que dejarlo ir —me dice apartándose un poco para mirarme a los ojos seria—. Sé que te lo he repetido miles de veces y estoy segura de que esta no será la última, pero... Vives muy lejos de la universidad, eso te quita tiempo. No hay futuro aquí, tienes que buscarte una vida. En la ciudad.

—Abuela, yo estoy bien aquí.

—No, ni siquiera puedes llegar a la universidad con facilidad, pierdes muchas clases, te pegas unos madrugones inhumanos. Todo esto no es necesario. Y no vamos a hablar de las nevadas que nos dejan incomunicados. —sus ojos muestran sufrimiento pero yo no puedo darle la razón y ceder ante sus palabras.

Es verdad que el viaje es largo pero no me puedo ir de aquí. Se acabaría todo.

—Estaría bien que fueras a vivir allí. Tu tía Marta se ha ofrecido para dejarte vivir en su piso y sé que te vas a negar, pero es algo que en algún momento tendrás que hacer.

No intervengo. Ella tiene la razón. Es verdad todo eso, pero yo me voy a quedar cueste lo que cueste.

—Aquí ya somos mayores, no me ves. Ya no puedo arar la tierra, no puedo cortar leña para calentarnos y en no mucho tiempo tampoco estaré contigo. —la nana se queja por un momento de la cadera. Yo hago el amago de acercarme a ayudar pero lo rechaza—. Tú, con tu edad, no tendrías porque estar aguantando a una vieja como yo —continua sin dejar un segundo de silencio aún teniendo molestias—. Además tienes que conocer a gente de tu edad, tienes mentalidad de señora mayor y demasiadas responsabilidades que con tu edad no deberías de tener. —¡Y deja ya de tener como mejor amigo a un chucho!




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