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Irene
—¿Me pasas la botella de agua? —Daan me saca de mis pensamientos.
Sí, Daan. Aún no me lo creo.
Había bajado tan normal como si nada le incomoda al poder ser juzgado por los vecinos. Estoy algo orgullosa de él.
Por su puesto, se colocó junto a mí en el sitio sin silla y se presentó con una gran sonrisa como si la excusa que ha puesto fuera la realidad.
Pero los padres, él y yo lo sabemos. La verdad es que estaba cagado y por eso no quería bajar.
—Toma. —digo mientras paso la jarra con el líquido.
—Gracias. Está bueno, ¿verdad? —me pregunta señalando al cordero que comemos.
—Sí.
—¡Qué bueno soy! —se echa piropos a sí mismo como si...
—¿Lo has hecho tú? —me sorprendo al caber esa posibilidad.
—Sí.
—¿Sabes cocinar?
—Claro, aprendí hace unos años. —me explica.
—Yo más o menos. —seguimos hablando manteniendo la conversación en privado. Porqué sé que no quiere que todo el mundo se entere y aunque quiera no voy a exponerlo.
—Un día podemos okupar la cocina y cocinar algo. Hoy solo lo hice porque así me sentiría mejor, cómo no iba a bajar por lo menos cocinaba para el resto.
Mi corazón se vuelve un poco más blando con sus palabras. Me parece muy bonito que haya pensado en esto como algún tipo de recompensa para compensar su no aparición.
—¡Ay, qué hijo más guapo tienes Sofía! —una vecina nos interrumpe, Marita—. ¿Tienes novia?
Ay, madre mía.
—No, señora. —responde Daan calmado. Aunque intuyo que la pregunta de Marita ha hecho sentir algo mejor a mí amigo, ahora sabe que aunque las preguntas vayan a ser incómodas no van a ir por donde él se pensaba.
Se lo dije.
—¿Te puedo presentar a mi nieta? —pregunta esta vez Edelmira.
—O no, yo le vi primero. ¿A que prefieres que te presente a la mía? —contraataca Marita.
Sonrío y miro a Daan con cara de te lo dije. Él me mira algo asustado pero yo solo le respondo con una sonrisa.
—Tranquilo. —susurro y sé que solo él me ha podido escuchar.
Solo lo van a alagar. Le doy un codazo y cuando me mira presumo y susurro.
—Te lo dije.
Sonríe y asiente.
—Yo... —Daan no sabe qué decir y bebe un sorbo de agua.
—Mi hijo ahora mismo está centrado en otras cosas. —le ayuda la madre metiéndose también en la conversación.
—Una pena. —dicen las dos mujeres interesadas.
Una de las empleadas se acerca a la mesa mientras el resto recogen nuestros platos ya vacíos.
—Ya van a ser y media, ¿traemos las uvas? —pregunta a Eduardo la chica.
—Sí, por favor. Así cada uno puede prepararlas a su gusto.
—¿Vienes un momento? —me pide Daan cuando me ve terminar de beber el vino tinto.
—En menos de treinta minutos son las doce. —le recuerdo.
—Volveremos a tiempo, te lo prometo.
Acepto y acompaño a mi amigo hasta donde él me quiere llevar y acabamos en el último piso, frente al despacho del padre. El mismo lugar donde lo encontré después de su viaje tocando el violonchelo.
—Ven. —me pide mientras abre la puerta.
—¿Desde cuándo tocas el violonchelo? —le pregunto cuando entramos en la sala llena de libros.
Estamos lo suficientemente aislados como para que haya un silencio absoluto y lo más probable es que nadie nos escuche hablar.
—Empecé cuando era pequeño con mis mejores amigos, solo lo hago en ocasiones especiales.
—Qué suerte tienes. A mí me encantan los instrumentos musicales pero nunca me enseñaron a tocar ninguna. Solo la flauta dulce en el colegio. —Daan se ríe de mí y yo me indigno—. ¡Oye, que se me daba bastante bien!
—Vale, vale. ¿Qué instrumento te gustaría tocar? —me pregunta mientras nos mantenemos mirando a la ventana por la que ya a penas entra algo de luz.
—El piano, mi madre fue una gran pianista.
Los recuerdos invaden mi mente. Las tardes de domingo mamá tocaba junto a papá y yo me pasaba horas observándolos, era un amor tan sincero que me dan envidia.
Siempre los admiré.
Sus miradas cómplices, las sonrisas, los bonitos detalles que tenían entre ellos, el amor que me daban. Pero era pasado y sí, aprender a tocar el piano sería increíble para mí. Sería recordarla, a ella y a mí misma.
—¿Dónde viven? —me pregunta y yo intento volver a centrarme en la conversación.
—¿Mis padres? —asiente—. Ellos fallecieron. —le digo y él me mira sorprendido por la naturalidad con la que me lo tomo.
—Lo siento.
—No es nada.
—Mentira, claro que es. ¿Cómo no lo va a ser? —aunque yo intento quitarle importancia él se la da en serio—. De verdad, sé de lo que hablo. La muerte de alguien que quieres siempre es un palo. Más si eres el culpable. —susurra.
—¿Qué te pasó? —Pregunto solo para evitar seguir hablando de mis padres, me es incómodo hacerlo.
—¿Cuándo? —me pregunta como si no fuera obvia mi pregunta.
—Cómo quedaste en silla de ruedas. Ya sé que no es de nacimiento. No me vas a engañar.
—Es complicado y muy largo de explicar. —se excusa.
Pareciera que ninguno de los dos quiere ceder a contar un poquito más de nuestras historias pero insisto en que me hable.
—Tú estás sentado y hay una silla ahí, yo también me puedo sentar. Tengo todo el tiempo del mundo y si eso me puedo quitar los tacones. Explícamelo y te entenderé. En serio, necesito hacerlo. —Daan me mira y luego agacha la cabeza.
No parece que me lo vaya a contar, una pena. ¿Conseguiré algún día que me lo cuente?
—Fue una noche de fiesta con mis amigos. —su mirada se pierde en los libros del estante que ambos tenemos frente a los ojos. —Fue horrible —el terror recorre su mirada y se refleja en su voz casi tenebrosa— los echo de menos.
—¿Ayer fuiste a verlos? —le pregunto al recordar su viaje.
Asiente con la cabeza un buen rato.
—Fui a ver a Dirk, uno de ellos.
—¿Y lo pasasteis bien?