Rodeada de tumbas

Rodeada de tumbas

DIANA Y SOFÍA

La tarde era cálida y las horas pasaban lentamente en el lugar mientras Diana visitaba como cada domingo a su amada hija. La rutina era algo que la terminó atormentando enormemente en el transcurso de su vida, buscando romperla de manera constante, sin embargo, aquel viaje era algo que jamás había dejado de hacer desde que su hija Sofía había fallecido hace un año.

La preciosa niña era lo más preciado en su vida, y un fatídico accidente se la había llevado apresuradamente a sus cortos 5 años.

Ambas vivían solas en Puente Negro, a unos quince kilómetros hacia el interior de San Fernando, junto a la imponente cordillera. Era un pueblo tranquilo, su población era de un poco más de mil habitantes, lo que hacía que todos se conocieran en la localidad. El clima en la zona era siempre agradable.

Solían pasear juntas todas las tardes cuando Diana salía del trabajo, pues la madre retiraba a la niña de la sala de cuidados y caminaban hacia el río que se encontraba cerca. El arroyo era una constante corriente de agua fría que recorría a lo largo todo el pueblo, con un caudal generoso y suficiente para brindar y ayudar al regadío de las zonas aledañas. Se podría decir que era el atractivo principal de aquel humilde pueblo. Sus aguas, que nacían en las profundidades de las montañas, eran transparentes y puras, y todos los habitantes estaban orgullosos de lo que aquella inquieta masa de agua aportaba al estilo de vida de todos ellos: paseos, riego, belleza, tranquilidad, pesca en algunos sectores. Todos se sentían afortunados.

Era un 13 de junio, la niña corría de un lado a otro riendo y gritando a las orillas del torrente, esquivando a su madre que la perseguía a una distancia controlada. La tarde pasaba rauda mientras ambas jugaban. Sin embargo, sólo bastó un paso en falso para que la niña tropezara, rodara y se precipitara rápidamente cayendo 3 metros hasta las inquietas aguas.

Diana, desesperada, se lanzó de un zambullido al rescate de su pequeña, pero la caída le brindó un contundente golpe en la sien producto del impacto con una roca lo que la dejó algunos segundos desorientada, tiempo suficiente para que la niña se perdiera en la corriente.

Nadó, buscó y gritó aferrándose al roquerío con todas sus fuerzas producto de la intensa corriente, mencionaba sin cesar el nombre de Sofía, pero la pobre no aparecía, el agua se la había llevado y su madre no sabía dónde.

Sólo 7 horas después la encontrarían río abajo en las cercanías de San Fernando, con el cuerpo magullado e hinchado, con algunas extremidades fracturadas, lo que quedaba de sus ropas rasgadas y, por supuesto, sin vida.

Jamás Diana, hasta el día de hoy, había sido capaz de perdonarse el no haber podido salvarla, y por este motivo nunca había faltado un domingo a verla. En parte por el inmenso amor que le tenía a su hija, y en parte por el gigantesco sentimiento de culpa. Sofía descansaba eternamente tres metros bajo tierra en un hermoso féretro con su vestido color rosa y su peluche favorito a su lado, regalo de su padre. No había minuto en donde la mujer no se repitiera, castigándose y convenciéndose cada vez, que era su culpa.

Las lágrimas ya no corrían por sus mejillas, pero no porque haya superado el trauma, sino porque ya no le quedaban fuerzas para llorar. Los sollozos habían cesado en los últimos meses, dando paso a una actitud depresiva, cómo si sólo esperara que viniera la muerte y se la llevara junto a su niña. 

Nunca más asistió al trabajo, nunca más habló con nadie, compraba lo justo y necesario entrando a la tienda para salir a los pocos minutos, no tenía a nadie más en el mundo. Vivía en parte de su seguro y en parte de la caridad de la gente, dormía 2 o 3 horas por noche, se duchaba un par de veces por semana, comía casi por instinto de supervivencia, y respiraba sólo porque era un movimiento involuntario. La pobre mujer no tenía intenciones de seguir viviendo.

Los atentados contra su vida habían sido múltiples, de todo tipo, pero siempre algo la había “rescatado” de la muerte.

Aquel 13 de junio, ya a un año desde la última vez que escuchó la voz de su pequeña, de la última vez que pudo maravillarse con su hermosa sonrisa, estaba sentada en el mismo lugar que había visitado ya demasiadas veces antes, exactamente el mismo sitio, el mismo rincón del pequeño cementerio de Puente Negro.

El espacio no era muy concurrido, ya que la cantidad de aldeanos lo justificaba, además, la gente solía enterrar a sus seres queridos en el cementerio de San Fernando, el cual era mucho más grande y vistoso. La mayoría de las veces se encontraba sola en ese lugar, y muy rara vez se cruzaba con la persona encargada de la mantención del lugar: don David.

El cementerio era un lugar solitario y vetusto, de dimensiones reducidas en comparación a los grandes camposantos de las ciudades, y los frondosos árboles daban sectores agradables de sombra para sentarse a visitar a aquellos que descansaban eternamente bajo la superficie. A pesar de que no existían peligros en el pueblo, ni cosas de posible valor que se pudieran robar de allí, el lugar estaba rodeado de un sólido muro de unos 3 metros de alto, y la única entrada y salida era un portón formado por dos rejas de hierro forjado estilo inglés tan altas como los muros, con filosas puntas en su extremo superior que hasta el más osado dudaría en traspasar, sin embargo, aquel portón permanecía abierto todo el tiempo a pesar del letrero a un costado que indicaba el horario de apertura y cierre.



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En el texto hay: terror, misterio y suspenso, madre e hija

Editado: 25.10.2022

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