Rohaihu Roheka

Sobresaltos

Al principio de esta novela agregué una sección con explicaciones e imágenes sobre cada personaje. Si tienes dudas puedes preguntarme lo que quieras. 

 

 

 

Era casi la medianoche y Patrick podía sentir sus párpados cayendo pesadamente sobre sus ojos. Luchó contra eso, sacudiendo la cabeza y pasándose las manos por la cara en un vano intento por despertarse. 

Se había sentado junto a la ventana de su oficina mientras escribía notas sobre los pacientes que estaban próximos a tener su alta médica, y escuchar los grillos y sentir una brisa fresca que alejaba a los mosquitos mientras todo el hospital estaba en silencio, lo relajaba de una manera que necesitaba desde que llegó aquí.

Pero no podía dormirse, tenía que esperar, y por eso estaba intentando terminar esos informes y anotaciones, para al día siguiente dejar la burocracia de lado y dedicarse a tiempo completo sólo a los pacientes. 

 

Ya había cenado, una abundante comida de arroz, verduras y caldo y más reviro, por supuesto. Observó que, a diferencia  de la noche anterior, casi nadie hablaba. Todos se mantenían en silencio o conversaban lo justo y necesario. Cada tanto, veía a alguna de las enfermeras consultando la hora, mirando preocupada hacia afuera donde la noche cerrada había caído en el campo.

 

No había noticias de Patsy, tampoco se había comunicado pidiendo ayuda. Patrick pensó en preguntarle  a alguien qué podía suceder si alguien atrapaba a Patsy robando, ya fuera alguien del hospital o en la frontera, pero calculó que no sería una buena pregunta en esas circunstancias. Imaginó que, en principio, la chica sería despedida de su trabajo y luego le harían alguna causa judicial. Mirando a los demás, deseó que nada de eso sucediera.

 

Después ocurrió una pequeña revelación. Fred suspiraba de tanto en tanto, revolviendo su comida con un extraño desinterés.

-Creo que todos estamos iguales, Fred -había dicho Patrick, incómodo al ver el semblante triste en su compañero siempre tan parlanchín. 

-Sólo espero que Patsy esté bien -fue la respuesta del hombre, mientras desmenuzaba un trozo de pan sin comerlo-. Si algo le llega a suceder, aquí todos estaremos devastados. Y su esposa, pobrecita…

 

Patrick pestañeó, sorprendido. No es que jamás hubiera visto una pareja de mujeres, de hecho en Inglaterra era algo muy común y ya nadie (por suerte) sufría discriminación o acoso por eso. Pero aquí, en un  sitio religioso, en Sudamérica…Le pareció hasta peculiar. Había esperado un atraso económico pero también ideológico, sobre todo teniendo en cuenta las estrictas reglas que la monjas tenían, y que él desconoció hasta ese mismo día. 

Ahora, mientras trataba de no dormirse sentado, pensaba en eso. A ciertas horas del día, las monjas se retiraban a rezar a una capilla. Dejaban cualquier cosa que estuvieran haciendo, se ponían un velo negro en lugar del blanco que siempre tenian sobre la cabeza, e iban a la capilla de San Ramón que estaba al fondo del predio del hospital. Unos minutos después, regresaban caminando por el sendero hasta el hospital o la casa, y seguían haciendo sus tareas como si nadie las hubiera interrumpido. 

Y luego de cenar y antes de dormir, nuevamente lo mismo, con la diferencia de que ya no hablaban más. Es decir, si él o cualquiera se cruzaba con alguna monja, no podía hablarles ni ella hablarles. Sólo una inclinación de cabeza y eso era todo, pero estaba prohibido abrir la boca para hablarles y ellas tampoco podían hacerlo.  

Le pareció algo ilógico y sin sentido, más aún cuando supo que aquello se denominaba “el Gran Silencio”. ¿Por qué ese nombre? ¿Por qué era “Gran”? ¿Qué ganaban con eso?

 

Sacudió la cabeza, sin entender pero tampoco estaba interesado en hacerlo. Cada quien tenía sus reglas.

Se puso de pie, estirando su espalda dolorida por el cansancio y la mala postura. Se sentía viejo, lo era en realidad. Estar al borde de los 45 era atroz. 

Desde la ventana de su oficina podía ver el monte, así denominaban a la selva tupida llena de cosas extrañas que desconocía y que solo estaba separada por un simple alambrado del hospital. Podía ver también a las luciérnagas teniendo una fiesta en aquel lugar, iluminandolos como si fueran lucecitas de navidad.  

Pese al calor, tembló. Estaba nervioso, y tenía miedo de que en cualquier momento apareciera la policía, acusándolos por robo, y solo hubiera más y más malas noticias. 

Miró su celular, calculó que en Londres serían las 5. En dos horas Timothy se levantaría y viviría un nuevo día sin su padre. Trató de tomar una foto de las luciérnagas, Timothy las amaba y en Londres jamás veía una, pero la cámara del celular no lograba captar nada más que una oscuridad llena de ruido. 

Suspiró, guardando el celular en un bolsillo, y volviendo a mirar por la ventana. Ojalá que todo este esfuerzo sirva para algo, hijo mío. 

 

Oyó golpecitos en la puerta de su oficina, y antes de que pudiera responder, vio el rostro de la enfermera Jenny, luciendo bastante dormida. 

 

-Doctor, Patsy regresó con las transfusiones. 

En dos zancadas estaba afuera de la oficina, siguiéndola por los pasillos hasta la cocina. Seguía teniendo miedo de que, al llegar, viera a la pobre enfermera acompañada por la policía. 

Pero en la cocina sólo estaba Patsy, y sobre la mesa, en una conservadora de telgopor, había varias bolsas de sangre de distintos grupos sanguíneos. La joven parecía completamente agotada, con grandes ojeras bajo sus ojos.

-Fue toda una peripecia, pero lo logré -dijo al verlo-. Con suerte no se darán cuenta que faltan.

-¿Y si lo hacen? -preguntó Patrick, preocupado.

-No sabrán que fui yo, jamás sospecharían de mí. Y si lo saben y me quieren despedir, que lo hagan, pero yo no dejaré que Alicia ni nadie muera cuando podemos impedirlo. 

Patrick se sorprendió por aquella declaración. Patsy era una joven resuelta y hasta un poco dura según lo que había observado, pero también era sensible, como todas las enfermeras y las monjas de este lugar. Sin duda él debía aprender mucho de todas estas mujeres. 




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