Rojo Sangre

1

Me desperté sudando y jadeando de nuevo, estaba asustada y tan sólo pensar en aquella sensación me temblaba el cuerpo.

No podía decir que era la primera vez que me pasaba, sucedía con frecuencia pero en noches al azar, nunca sabía cuando se repetiría.
Me incorporé en la cama y me fijé en la oscura noche que se divisaba desde mi ventana. Seguro era de madrugada y sólo esperaba poder volver a dormir o de lo contrario me llevaría un gran esfuerzo entender las clases en la mañana.

Volví a tirarme sobre las cómodas almohadas suspirando. Sentí la urgencia de volver a dormir sin embargo, aquella pesadilla parecía estar tatuada en mis párpados.

Vaya noche la que me aguardaba.

La alarma de mi celular sonó sin siquiera sobresaltarme un poco, me levanté somnolienta estirándo mi cuerpo. Mis músculos estaban agarrotados por tantas vueltas en la cama que había dado tratando de conciliar el sueño. Me dí una ducha rápida y me vestí sin pensar detenidamente en las prendas que usaría. 

Siempre solía optar por pantalones de mezclilla y una camiseta cualquiera.
Mi cabello tan absurdamente llamativo lo recogí en una coleta baja y desordenada para después ocultar mi cabeza bajo un gorro de lana negra. Odiaba con todas mis fuerzas mostrarme con el cabello suelto o descubierto, era molesto que te miraran con curiosidad por el color y te preguntaran qué clase de tinte usabas.

Vamos, ¿no se puede nacer con el cabello rojizo o casi anaranjado? ¿Es tan raro eso? Esa sería mi respuesta, pero como me inculcaron que debía ser cortés con todo el mundo, me dedicaba a simplemente a aclarar que era natural y retirarme lentamente.

Salí de mi habitación con mi mochila en mano, bostezando con desdén.
El instituto era uno de los pocos lugares a los que me gustaba asistir, no me agradaba la idea de estar rodeada de tantas personas que al mínimo error te juzgaban. Muchos de mis compañeros llegaban a deducir que era amargada por el simple hecho de no querer hablar con nadie. No me afectaba mucho sus comentarios.

Estaba mejor sola.

—Buenos días—comenté sin ánimo hacia la mujer demacrada y ojerosa que bebía café en el comedor, perdida en sus pensamientos.

Su cabello desaliñado y su rostro apagado no era nada nuevo para mi, pero aún dolía verla de esa manera.

—Buenos días, cielo. ¿Ya te vas?—inquirió con suavidad alzando su vista, tratando de mostrarme una mejor expresión siendo esto algo imposible.

En su mejilla derecha, bajo unos mechones de su oscuro cabello, pude vislumbrar una zona roja producto quizá de un nuevo golpe. Sonriendo de manera forzada intente ignorarlo, después de todo, no podía hacer nada al respecto.

No cuando ya había hecho todo para ayudarla.

—Sí, comeré algo antes de irme—musité respirando profundo mientras sacaba del refrigerador un durazno y vertía un poco de leche en un vaso. Lo bebí de golpe, tragándome el nudo en la garganta que la ira había provocado.

Planté un rapido beso en la cabeza a mi madre y me dirigí hacia la salida.
Marcus bajaba de la escalera cuando llegué a esta y al verme, me sonrió cínicamente.

—Que tengas un buen día, Anna—me dijo, elocuente.

Maldito.

Le sonreí a medias.

—Igual—contesté fría y de un portazo salí de esa casa en penumbras.

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Después de tanto tiempo mis preguntas seguían siendo las mismas, ¿qué hacía mi madre con un hombre como él? ¿Por qué soportaba que ese cobarde la maltratara?
Era absurdo que amara a ese monstruo, no era justo que por amor estuviera dispuesta a perdonarle lo que fuera. Trataba de entender la situación, ya había perdido la cuenta de la veces en que me acostaba pensando en ello sin embargo, me era difícil imaginar que el enamorarte te convierta en alguien tan sumiso, dispuesto a tolerar cualquier cosa con tal de no perder a tu pareja.

Si eso significaba el amor, entonces no deseaba enamorarme nunca.

La mañana afuera se había tornado gris y un viento fresco estremecía los árboles, aspiré profundo relajándome al instante por el gélido aroma a tierra húmeda, quizá llovería y no podía ser mejor.

La escuela ese día no fue la gran cosa, me limité a lo de siempre; a tratar de comprender por qué la matemática existía y a encerrarme todo el receso en la biblioteca, viviendo casi en carne propia las fantasías que los libros me brindaban sin falta.

En clase de química mis párpados pesaron como piedras, lo cual dificultó mi entendimiento, aunque estando despierta nunca entendía nada del vómito verbal de la maestra y dejándome vencer por el cansancio incliné mi cabeza sobre mi pupitre disimuladamente tan sólo para descansar mis ojos, no obstante, terminé durmiéndome.

«Mis pasos eran pesados y sentía que cada vez más, perdía fuerzas. Caminaba dando traspiés por el largo trecho de piedras y raíces que encontraba cada segundo más tortuoso.

Mis pies descalzos nuevamente, pisaban la tierra húmeda y fría haciendo pausas por lo agotada que me hallaba. Mi respiración era errática, mis ojos soltaban lágrimas lastimeras y mi cuerpo temblaba con cada corriente de aire que hacía contacto con mis prendas empapadas.

Sentía que moría con cada jadeo tembloroso que salía de mis pulmones.

Alzé mis ojos al cielo oscuro, bañado con la gélida luz de la luna y rogué por mi vida, abrumada. Fue entonces cuando me apoyé en uno de los troncos de los muchos árboles que me rodeaban, dejando una mancha inevitable del líquido escarlata que brotaba de mis manos heridas.

Temblé al darme cuenta de eso y desesperada observé como esta sustancia espesa se deslizaba entre mis dedos. El terror me invadió y solté un grito arrollador, rasgando mi garganta por el esfuerzo mientras aún con el dolor en los cortes de mi piel, frotaba mis manos contra mi ropa, tiñéndola de ese espantoso color.




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