Era diferente dormir sola, a estar abrazada por un hombre del mundo oculto en la cama. Olía el perfume de lavandas y sudor de Fecor, distrayéndola. La verdad que no lograba conseguir el sueño. Escuchaba como el demonio descansaba profundamente. Se separó de él sin despertarlo. Deseaba cambiarse de ropa y darse una ducha refrescante. Todavía conservaba la suciedad, la sangre y la misma ropa de su captura y la pelea con Danthario. Salió del dormitorio de Fecor sin hacer ruido.
Caminó por el pasillo solitario, notando el único sonido de la montaña entre las habitaciones del hotel sostenido por la magia y los poderes más fuertes del mundo oculto. Entró a su habitación. Cerró la puerta. Consiguió ropa y entró al baño. Preparó todo. Se quitó la ropa.
El agua era negra y roja, arrastrando la suciedad y la sangre del cuerpo desnudo de Roma. Las heridas habían sanado y no le dolía nada. Estaba mejor. Se volvió a cortar el cabello al terminar de bañarse. Se vistió. Salió del baño. Se sentó sobre la cómoda cama, con un fuerte resoplido, se echó hacia atrás. Llevó sus manos sobre la cara, fatigada, ¿qué demonios había hecho? Su padre alzaría una guerra tan pronto pudiera contra los Hermanos Ocultos, porque sabía que ella estaba protegida por ellos. Y por Amelia.
Golpearon la puerta. Se asustó, llevándose un salto de la cama y rodó hacia el otro lado. Se incorporó. Abrió la puerta. Era Lucio.
—¡Dios mío, estás viva!—dijo él, abrazándola con fuerza y esperanza. Roma se quedó quieta sin poder reaccionar a la emoción del muchacho—¿Estás bien? ¿Qué paso?
—Estoy bien, Lucio. Cálmate.
—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Tengo que hablar con mi madre sobre ese tema.
—¿Con tu madre? ¿Es que sigues confiando en ella?—dijo incrédulo, entró a la habitación y se sentó en la cama.
Roma cerró la puerta. Se sentó a su lado, hundiéndose de hombros. Lo miró un momento. No sentía lo mismo que la primera vez. Había algo que cambio en ella hacia él.
—Roma, ¿qué pasa?
—Estoy tomando decisiones, Lucio.
—¿A qué te refieres?—dijo, alzando una ceja confundido. Tomó su mano—Estoy aquí para ti. Siempre estaré.
Las mismas palabras había usado Fecor, ¿Acaso los hombres eran copias baratas de alguna revista de coqueteo? Roma rodeo los ojos, dándose cuenta que ambos chicos estaban intentando competir por ella y así confundían más sus sentimientos. Se puso de pie. Lo mejor era no responder a ninguno por un tiempo, menos en los próximos días donde necesitaba tomar decisiones con claridad. Abrió la puerta.
—Gracias por pasar a verme. Estoy bien.—dijo Roma—Puedes retirarte.
—¿Acaso hice algo que te ofendió?
—No, Lucio. Estoy complicada.—dijo con un suspiro.—Quiero estar a solas ahora.
—Está bien. Sabes dónde encontrarme.
Se incorporó, acercándose a ella. Le depositó un beso en la mejilla con cariño y rozó su mano en la cintura de la vampira y se fue. Roma resopló ¡Hombres! Cerró la puerta con fuerza. Se recostó en la cama, abriéndose de brazos y piernas ¿Qué seguía ahora?
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Dos días después, Amelia se reunió con su hija. Se dieron un abrazo. Se sentaron en el sillón, había una pequeña mesa de cristal con una tetera caliente y una jarra tibia de sangre para Roma. La relación entre ellas estaba mejorando un poco, o solo era una tregua ya que no había buenas noticias en el mundo oculto. Todo lo que Roma quiso descubrir terminó siendo todo lo contrario a lo que esperaba encontrarse, ahora se venía una tormenta muy fuerte, tanto para los ocultos como para los humanos.
—No te anticipes, hija. Te veo la emoción en la cara.—dijo Amelia.
—¿Es tan obvio?
—Te emociona más esto, que elegir a uno de esos dos muchachos. Tienes el gen de los Blackwood.—menciono Amelia con una sonrisa burlona.
—¡Ah, por favor, mamá! —suspiró Roma sonrojada.—Espero que esos dos sirvan para armar un ejército fuerte.
—Bueno, fuerza e inteligencia no le hacen falta a ellos, hija.
—No sigas, ¿qué traes para mí?—interrumpió incómoda. Amelia sonrió, entregándole una carta de los Hermanos Ocultos.
—Alguien quiere conocer. No sé quién es, pero no le caen bien los humanos.
—Hablare con Fecor. Presiento que viene del infierno.—dijo Roma, echándose hacia atrás del sillón. Observó la presentación de la carta y la extraña firma luego del texto.
Amelia estaba sorprendida que su hija llegará a esa rápida conclusión. Era una carta que estaba mecanografiada por una máquina de escribir antigua y sin sello que represente a alguien del Imperio del Infierno. Fecor podría reconocer a quien pertenecía aquella marca. Era una huella dactilar manchada de tierra. Amelia estuvo de acuerdo que consultará con el demonio.
—¿Sabes algo más?—le preguntó Roma, guardando la carta.
—No, nada. Estoy manejando a los Hermanos Ocultos, preparándolos para lo que nos enfrentamos.—respondió, preparando su té caliente.
—¿Y cómo está afectando a los humanos?
—No hay cambios, todavía. —dijo Amelia, tomando su taza de té y bebió unos sorbos.—Seguramente atacarán en cualquier momento. Por eso, estoy tratando de sacar un tratado con Danthario. Casi es imposible contactarme con él.
—Ve a Transilvania. Hace tiempo no pisas el castillo.—sugirió Roma.
—Tal vez. No hay opción.
Roma se quedó mirando a su madre. El cabello largo caía sobre sus hombros rectos con el traje azul marino como unas cascadas de aguas grises formando hermosas ondulaciones que le hacían lucir su belleza a sus sesenta años. Roma le dio un abrazo y prometió proteger el mundo aunque tuviese que dejar caer su última gota en el río de Transilvania para mantenerlo a salvo de los Blackwood.