Roma

20. La habitación de los portales

Fecor llegó al salón principal, estaba dispuesto a salir en búsqueda de Roma, lo detuvo Galilea. No tenía tiempo para ella. Trató de evitarla. Estaba demasiado preocupado por la vampira, pensando en los peligros que podría correr en pleno día. Ojalá que estuviese bien hasta encontrarla. El hada insistió hablar con él, tomándolo del brazo y lo alejó de la salida. Lo empujó contra un rincón, evitando que se fuera. Fecor la miró nervioso, imaginándose lo peor y empezó a temblar. Galilea suspiró, tocando su hombro con calma. El demonio la conocía muy bien. Los ojos rasgados y de tono miel del hada expresaban tranquilidad.

—Dime, de una vez ¡Estás matándome con tu silencio!—exigió el demonio.

—Vi a la chica. Se fue.

—¿Qué? ¿Hacia dónde?—se sobresaltó, mirando a todos lados.

—Se fue con los Hermanos Ocultos hace unos minutos. Está despidiéndose de Amelia.

—Carajo…Lo olvidé.—dijo, llevándose las manos a la cara.

Se alejó del hada oscura, con sus ropas antiguas y el aroma a velas quemadas de su piel. Se dirigió a la derecha, entrando a una habitación circular, era diferente a otras. Era un cuarto grande para portales de teletransportación. El suelo estaba tibio. Hace poco fue utilizado. Galilea no le mintió. Fecor llegó tarde. Roma se fue con su madre a Transilvania para despedirse y desearle suerte con Danthario. Esperaba que todo esté bien allí. Se sentó sobre un rincón, derrotado. Se sintió como un gran idiota. Se entretuvo peleando con Lucio que olvidó sus planes con Roma.

Por otro lado, se sentía orgulloso de haber cumplido su misión de encontrar al hijo de Azaroth y su nieta, también. Roma creció mucho desde que se conocieron en la torre más alta del castillo, sin embargo no dejaba de ser una joven de diecinueve años, perdida en sí misma y ansiosa por explorar el mundo.

Se entretuvo jugando con unos naipes, esperando todo el día y toda la noche en el hotel, regresando cada momento a la habitación de los portales o preguntando si vieron a Roma. Cuando cayó la noche, decidió quedarse vigilando la entrada. Los Hermanos Ocultos no habían regresado aún. Estaba preocupado. Se escuchó un estruendo. Los rayos atravesaron el aire, retumbando en las paredes de piedra y cayendo sobre el piso, volviéndolo caliente. Iban llegando los Hermanos Ocultos por el portal en forma de espiral, desprendiendo una neblina blanca. Roma hablaba con Ania, el reemplazo de su madre. El demonio se acercó sin importar interrumpir la charla entre ellas.

—No me avisaste nada ¡Me volviste loco!

—Fecor…—dijo ella sorprendiéndose de la cercanía. Lo miró un momento.—Estabas ocupado peleándote con Lucio para decirte.—dijo hundiéndose de hombros. Tenía razón.—Ustedes me vuelven loca a mí.

—Lo siento, tienes razón.

—Fue estúpido.

—Roma, ¿está todo bien?—interrumpió Ania, tocando el brazo de la vampira—¿Puedo ayudarlos en algo?

—Estamos bien, Ania. Ve a ver a tu familia. Gracias por todo.

—Claro. Nos vemos, chicos. Cuídense.

Se despidieron de la mujer de piel oscura y de ojos verdes claros, de extraordinaria habilidad con la arquería. Los Hermanos Ocultos se fueron, dejándolos solos en el cuarto de los portales. Fecor suspiró apenado, estaba avergonzado. Tocó el hombro de ella, llamando su atención. Se sentía una mierda.

—Tenemos que hablar.

—La verdad que sí, Fecor. Será lo mejor.

—Vamos al restaurante.

Salieron de allí. Se dirigieron hacia la segunda torre del hotel. Subieron por un ascensor de rocas manejado por magia. Bajaron. No estaban cómodos. La relación entre ellos estaba tensa, dificultándose día a día. Debían tomar medidas porque no estaban en tiempos de enemistarse o perder amigos cuando una guerra estaba aproximándose en el mundo.

—Odio a Lucio.—confesó el demonio, caminando hacia una mesa y se sentó.

—Sí, ya veo. Le diste una paliza.

—Fui amable, pude ser más duro con él.

El demonio se quitó su chaqueta negra de plumas en los hombros, dejándola sobre la otra silla. Se echó hacia atrás y recogió la cartilla para decidirse por un plato de comida, mientras Roma pedía a una camarera de ojos turquesas unas tres bolsas de sangre universal. Fecor levantó la mirada oscura, observando el rostro cansado y aturdido de la vampira. Estaba sufriendo. No era lo que ella esperaba al escaparse de Transilvania, las cosas no estaban funcionando como Roma había imaginado.

—¿Ya sabes que vas a comer?

—Escabeche de pescado y arroz.

La camarera lo escuchó a unos metros. Tenía buenos oídos. Los amigos se pusieron cómodos para comenzar a conversar de las cosas que tenían pendientes.

—Hay algo que no entiendo.—dijo Roma.—Estás cuando las cosas están mejor, pero traes malas noticias en esos momentos, ¿por qué?

—¿Qué?

—Haces eso, Fecor. Parece que no estás para cuando necesito que estés para mí.

—Estás equivocada. Siempre intente estar cuando estabas mal, veía que estabas enojada con todos y traté de acercarne pero parecía que no era una buena idea. —mencionó él, se inclinó hacia adelante.—Por ejemplo, cuando volviste de los calabozos. Viniste a verme, ¿verdad? Por algo fuiste a mi habitación y no terminaste con Lucio u otro.

—Siento que debes estar más conmigo. Necesito más de ti.

—¿A qué te referís?

La camarera llegó con la comida, dejó todo en los lugares de cada uno y se retiró. Roma abrió una bolsa, clavando sus colmillos y bebió unos sorbos. La sangre estaba caliente, lo cual necesitaba para tomar fuerzas. Estaba deliciosa. Necesitaba algo común para su cuerpo. Fecor comenzó a comer su escabeche de pescado y el arroz condimentado y una botella de agua.

—Roma…

—Te necesito más.

—¿Me necesitas como tu pareja, quizás?

—Podemos intentarlo, ¿no?

—Estaría encantado, pero tengo que hablar con alguien primero antes de darte una respuesta.

—Tu jefe no puede dominarte así, Fecor. Eres dueño de tu propio destino.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.