Roma Danthegreri : La Rosa Blanca

CAPÍTULO 1: La Sombra del Umbral

El sol poniente bañaba de oro los mármoles de la Villa Danthegreri. En el salón, Alexander Jonas Danthegreri elogiaba a su hija Roma por una adquisición hotelera en la Costa Amalfitana:

— "¡Has demostrado el temple Danthegreri! ¡Sencillamente brillante, cuore mio!”

— “Grazie, papà.”

Ottavio Daniel, su gemelo, observaba con los nudillos blancos, ahogado en silencio por la envidia. Siempre ella. Siempre la brillante Roma.

Roma, perceptiva, giró ligeramente hacia su hermano gemelo, su sonrisa suavizándose en una expresión cálida y alentadora:

—"¿Y tú, Danny? ¿Cómo te fue hoy? Sé que estabas revisando esos nuevos contratos de distribución para la red discográfica. ¿Algo interesante?"

Ottavio parpadeó, sorprendido por el giro de la conversación hacia él. Se enderezó, intentando proyectar confianza.

— “Ah, sí. Bueno, no fue nada espectacular como comprar medio Amalfi…” Su tono tenía un deje de sorna que no pasó desapercibido para su padre, cuya sonrisa se enfrió un grado. “... pero logré renegociar los términos con ese distribuidor problemático de Nápoles. Aumentamos nuestro margen en un 7% sin perder cobertura."

Soltó la cifra como un trofeo menor. Un silencio breve pero denso cayó sobre la habitación. Alexander lo rompió con una inclinación de cabeza, casi formal.

— “Bien hecho, Ottavio. Un siete por ciento es un movimiento sólido. Mantiene la rueda engrasada.”

Era un reconocimiento, sí, pero palidecía ante la efusividad dedicada a Roma. Ottavio sintió el aguijón. Antes de que pudiera reaccionar, Roma aplaudió suavemente, un sonido genuino y alegre.

- “¡Sette percento! ¡Eso es excelente, Ottavio! Sé lo difícil que puede ser lidiar con esos napolitanos. ¡Felicidades!”

Su entusiasmo era contagioso y desarmante. Alexander, viendo la reacción de su hija y quizás sintiendo un leve remordimiento por la frialdad de su propio elogio, añadió:

— “Sí, hijo. Bien gestionado. Ese distribuidor es un hueso duro de roer.”

Su mirada se encontró brevemente con la de su hijo. Hubo un destello de algo parecido a la aprobación, fugaz pero real. Clara, su madre, los reunió en un abrazo.

— "Mis tesoros...Verlos así, compartiendo sus triunfos, grandes y pequeños es lo que llena mi corazón. Alexander", se volvió hacia su marido, su mirada llena de un amor profundo y orgullo, “¿hay algo más hermoso que esta familia? Somos un oasis en este mundo loco.”

Se acurrucó junto a él frente a la chimenea, buscando su mano. Alexander la rodeó con su brazo, una rara expresión de ternura absoluta en su rostro.

— “Eres tú, Clara, quien hace de este lugar un hogar. Y sí”, añadió, mirando a sus hijos, “tenemos mucho de qué estar orgullosos.”

El ambiente se había vuelto dulce, cargado de afecto familiar. Las risas de Clara, suaves y musicales, parecían ahuyentar cualquier sombra.

La puerta del salón se abrió de golpe, cortando la armonía como un cuchillo. George, el guardaespaldas de rostro impasible y constitución de toro, apareció en el umbral.

— “Signore Danthegreri”, anunció con voz grave, “Signore Bush está aquí. Dice que es urgente.”

Un murmullo de desaprobación escapó de Clara.

— “¡Bush! ¿Ahora? Alexander, es sabato. Nuestro día familiar.”

Su sonrisa se había desvanecido, reemplazada por una rara expresión de enfado.

— “Dile que vuelva el lunes, George.”

Pero antes de que George pudiera moverse, la figura alta y calculadora de Bush se deslizó tras él, entrando en el salón con una sonrisa demasiado amplia y falsa. Vestía un traje caro que no lograba ocultar su aire de depredador.

— “¡Clara, bellissima! Perdona la intrusión”, dijo Bush, haciendo una exagerada reverencia que resultó grotesca.

Su mirada, sin embargo, escaneó rápidamente la habitación, evaluando. “Alexander, mio caro amico, necesito cinco minutos de tu tiempo. Algo... inesperado ha surgido.”

Su tono pretendía ser confidencial. Alexander frunció el ceño. Sintió la tensión de Clara a su lado. Sin una palabra, se inclinó y le plantó un beso firme pero cariñoso en los labios, un gesto público inusual que hizo sonrojar ligeramente a Clara y que dejó a Bush con la sonrisa congelada.

— “Perdóname, amore”, murmuró Alexander contra sus labios. “Cinco minutos. Prometido.”

Su mirada le pidió comprensión. Clara suspiró, derrotada por el beso y la súbita silenciosa.

— “Cinco minutos, Alexander. Ni uno más. Y tú, Bush”, añadió, dirigiendo una mirada gélida al intruso, “recuerda que estás interrumpiendo la cena familiar.”

— “¡Por supuesto, Clara! ¡Un pecado imperdonable que intentaré redimir!”

Bush se frotó las manos, su sonrisa aún pegada a la cara. Alexander indicó con la cabeza hacia su estudio privado, una habitación contigua con gruesas paredes y una puerta maciza.

— “Cinco minutos.”

Su tono no dejaba lugar a discusión. Caminó hacia la puerta sin mirar atrás, confiando en que Bush lo siguiera.




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