Regresar a Atlanta había sido sencillo a excepción de esa culpa y rabia mezcladas que seguían bullendo en sus venas al recordar cómo había acabado su última cita con Eric. Sus padres habían comprendido su punto de vista: continuaban dolidos por su mutismo respecto al tema pero habían aceptado que ella lo había afrontado como mejor podía y que, sobre todo, no había estado sola. De hecho, Elena le había robado el móvil mientras hablaba con Samuel en el jardín para conocer su versión.
Había conversado mucho con él y sus amigas durante esas dos semanas, tal vez demasiado, en especial con Kath y él. Consideró que todas esas llamadas la habían calmado y ayudado a digerir la frustración que sentía por su situación con Eric, quien no había parado de llamarla y enviar mensajes cortos en los que le pedía audiencia. Quizá aquel detalle de no querer hablarlo por teléfono o por mensajería era lo más razonable que notaba en la situación.
Él en Corea, ella viajando, miles de kilómetros de distancia, una cita con un final desastroso en el que cada uno había regresado a su casa por separado y cargados con una vorágine de sentimientos hirientes… Ese resumen incluso se quedaba corto al saber que a cada paso en soledad venían a su mente las palabras de la discordia y la creencia que las mismas evidenciaban: El moreno creía que ella era un encaprichamiento de Samuel, no lo había dicho con esas palabras pero lo había insinuado.
La había acusado a ella de dejarse llevar por sus emociones más que por su juicio, como si la considerase incapaz de elegir de modo correcto por sí misma. Era un velado insulto a su inteligencia y si sabía algo de ella misma, era que su juicio se basaba en el trato y no en vagos presentimientos. Sus elecciones podían ser equivocadas en muchas ocasiones mas nunca elegía a personas en su entorno que la maltrataran, se aprovecharan de ella o buscaran su mal.
No habría podido escoger cambiar a los padres de Samuel, eran accesorios; sólo había creído como una ilusa que ellos la aceptarían si cambiaba aquello que parecía molestarles tanto. Sí, había estado muy errada en esa idea, no debería haber permitido que la pisotearan y la hicieran sentir inferior en ninguna manera. Sin embargo, si algo tenía claro en todo lo que había vivido era que Samuel no había colaborado, ni la había empujado a esa estúpida meta.
Había sido ella, nadie debía culparle a su rubio de algo tan importante que había sido guiado por sus sentimientos por él y no una imposición ejercida por él. Katherina nunca había estado en contra de Samuel sino de los cambios que ella se había autoimpuesto y que se sobreexplotara a sí misma para no asumir su quiebre emocional cuando ella rompió su relación. Las otras mejicanas, en cambio, le habían reprochado que le hubiera mentido a su pareja para abandonarlo en lugar de ir de frente y contarle sobre el chantaje.
Al final todo se resumía en que dejarle había sido su decisión fatal, una que la cargó con una culpa irremediable y que ayudó, en sí misma, a que ella continuara atada a él sentimentalmente. Igual si hubieran seguido juntos ya no habría existido amor entre ellos, una suposición muy válida que, a veces, surgía en su mente y que era imposible de comprobar porque no se podía cambiar el pasado. Al menos había aprendido mucho de todo ello como que no debía guardarse nada tan importante en ninguna relación.
Lástima que siempre tropezara en la misma piedra, había huido otra vez más tras ver los verdaderos colores del otro sin darle la oportunidad de ser convencida de que había una razón detrás de sus ácidas afirmaciones. No era arrepentimiento lo que sentía pasadas dos semanas, sólo percibía que su punto de inflexión ante el dolor estaba demasiado accesible en lo que respectaba al amor. Estaba lastimada por sí misma y temía, sobre todo, morir desangrada de la mano de su cariño por Eric.
Todo a su alrededor era demasiado crudo, profundo e intenso, era como si él removiese sus entrañas hasta hacerlas papilla con la naturalidad de solo respirar. Lo más aterrador era que todo parecía correcto a su lado, incluso discutir en susurros como lo habían en su última cita… ¿Cómo siquiera era posible que en su interior se formase la absurda concepción de que un enfado con él pudiera ser algo bueno? ¿Qué locura era aquella que regaba sus venas en cuanto tocaba al coreano?
Incluso al cerrar los ojos y recordar la primera vez en que sus caminos se habían cruzado, volvía a embargarla la atracción que su sonrisa infantil había provocado en ella contra todo pronóstico. A medida que se habían ido conociendo había descubierto en su mirada una conexión cálida y una comprensión que resultaba imposible ignorar, mucho más cuando era consciente de que en su presencia el mundo parecía desaparecer para dejarlos solos. Solos en su única compañía, una soledad para la que solo tenía un remedio como concentrarse en algo ajeno que requiriera todos sus sentidos.
Aquella había sido la razón principal para pedir conducir en su última cita, necesitaba evadirse en cierto modo de la absorción que su presencia imponía en ella y su avance por el mundo. Estaba segura de que era esa misma absorción la que provocaba tal intensidad en sus sensaciones junto a él, podía asustarla por la magnitud pero estaba comprendiendo que había culpa por dejarse llevar. Seguir sus impulsos con él se sentía como algo adecuado y maravilloso, lo que antes la asustaba ahora la sorprendía.
Su sonrisa infantil que le pareció poco atractiva al principio era ya el gesto que más le gustaba de él, en contra de lo que había pensado de los rostros con apariencia más de niño en el pasado. Verle cerrar los ojos al reírse o al probar algo nuevo, o al poner caras o sonreír ufano por haber logrado que se riese con una tonta broma. Cada vez extrañaba más a ese hombre que había ido peleando sus reticencias y preconcepciones para alcanzar su corazón.