Rompiendo las olas

Capítulo 9

Una semana había pasado desde que comenzamos con los entrenamientos, habíamos tenido que recorrer 50 kilómetros en bicicleta y nadar todos los días en la costa. Por fin era domingo, y después de rogarle más de una hora a Darel para que aceptara, era nuestro día libre. Eso significaba que no tenía que levantarme a las 6 de la mañana para correr, ni soportar al pesado de Yoisel con sus rechazos, que por suerte habían disminuido un poco después de nuestra última charla. El biólogo milagrosamente había hecho un amigo en el hostal. Mi padre y él habían estado hablando todas las noches en el porche, justo después de la cena. Al parecer, según lo que me contó mi padre, Yoisel era muy interesante, cosa que yo no lograba apreciar aún.

 

Estaba tumbada en la hamaca colgante del porche, la brisa salada de la playa me golpeaba en el rostro, y la sombra del techo me protegía de los rayos del sol, la casa estaba vacía; todos los huéspedes estaban en el mar, mi madre había salido al mercado a hacer la compra y creo que mi padre había ido al bar de Joe para jugar una partida de póker. La voz de Sia se escuchaba en la radio, Fire meet gasoline era más que una canción de amor. Cerré mis ojos y respiré profundo el aroma salado, me dejé llevar por la melodía para relajarme. Me sentía hipnotizada en aquel el momento. Me dolía todo el cuerpo, si bien toda mi vida había hecho deporte, los entrenamientos y el trabajo de los últimos días habían sido demasiado para mí.

 

Sentí la madera crujir cerca de donde me encontraba, y pasos firmes acercarse. Desperté de mi sueño con pesar. Yoisel estaba en uno de los escalones de la entrada sacudiéndose la arena de los pies. Llevaba el pecho descubierto dejando los bellos de su torso a la luz, su neopreno colgaba de su cintura. Sus patas de rana y sus gafas descansaban en el suelo. Estaba... guapísimo. Y cuando nuestros ojos se encontraron me obligaron a apartar la mirada de él.

 

—Me despertaste. —le reproché, aunque era solo una excusa para justificar mi rubor. Sabía que el biólogo tenía buen cuerpo, pero no creí que me impresionaría tanto una vez que lo viera sin camiseta.

 

—Tú me has hecho cosas peores, Nadel. —«Ni una disculpa, típico de él.»

 

—No es mi culpa que tu shampoo me deje el cabello más bonito que el que yo utilizo. —El día anterior habíamos tenido otro percance por los productos del baño. «De verás que no le gusta compartir.»

 

— Quiero creer que no hablamos el mismo idioma cuando te pido que no toques mis cosas. —Me miró arqueando una de sus cejas. —¿No fuiste a correr hoy? —me preguntó mientras recogía sus utensilios para nadar del suelo.

 

—No ¿Me extrañaste? —Le sonreí con picardía mientras intentaba no despegar la mirada de sus ojos.

 

—No.

 

—Que mal mientes. —negué con la cabeza.

 

—No tengo porqué mentir, deveras necesitaba no escuchar tu voz chillona mientras corro. —«Su sinceridad no me gusta.»

 

—Quiero pensar que no hablamos el mismo idioma cuando dices eso de mí. —me copié de sus palabras y lo observé mientras se acercaba.

 

—¿Tu padre está en casa? —Me miró desde su imponente altura.

 

—No. ¿Para qué lo quieres? —Tenía la piel de los hombros bronceada, y pequeños granitos de arena adornan su escultura. El cabello desordenado. El resplandor del sol en sus mejillas había dejado huellas rosadas bajo sus párpados. Jamás creí que Yoisel pudiera parecer despreocupado. En todos esos días que había estado en la isla, nunca lo había visto cuando volvía de la playa, supongo que por eso me impresioné con su aspecto.

 

—No pienso hablar eso contigo.

 

—¿Por qué? —fruncí el ceño con su respuesta.

 

—Son cosas de hom... —se interrumpió a sí mismo y su rostro se tornó de un aterrador color blanco. Estaba pálido y miraba algo detrás de mí con horror. — ¡No te vayas a mover!

 

—¿Qué pasó? ¿Qué tengo? —chillé alarmada y él agrandó sus ojos con mayor intensidad.

 

—Hay una araña en la hamaca. No la asustes. —«¿No la asustes? ¡Si la que está asustada soy yo!» Le tengo pánico a todos los insectos, pero justo en Australia las arañas son asesinas mortales. Yoisel miraba a su alrededor buscando alguna herramienta que lo ayudara a atrapar al animal, pero nada era útil. Estaba en una posición muy incómoda, y si no se daba prisa podría picarme.

 

—¿Está muy cerca de mí? —me temblaba la voz cuando le pregunté. Son animales rápidos, un paso en falso y estaba acabada.

 

—Un poco. —tragó saliva el biólogo, y trató de consolarme con una mirada, pero no sirvió de nada.

 

—¿Si salgo corriendo crees que me de tiempo? —le rogué, por más que pareciera una pregunta.

 

—Quédate aquí. —Se marchó con prisa intentando no hacer mucho ruido. Verlo adentrarse en la casa y dejarme sola casi hizo que me desmayara del pánico.

 

—Yoisel... —susurré su nombre con el corazón a mil y las lágrimas a punto de salir. —Yoisel... — «Dios, solo me suceden cosas buenas.» Tenía la boca seca y hacía un gran esfuerzo para no salir corriendo, tenía mucho miedo...

 

—Ya estoy aquí, no te preocupes. —El biólogo apareció frente a mí cuando una lágrima se resbalaba por mi rostro, y ni siquiera tuve el valor para limpiarla. Por un momento creí que no volvería.

 

Yoisel sostenía un vaso y una tapa ajustable de plástico. Me pidió que no me moviera y que tratase de no hablar para que todo saliera bien. Pude escuchar su respiración acelerada y el perfume de agua salada que impregnaba su piel invadía mis sentidos por la cercanía. No pude ver lo que hacía por estar de espaldas, pero sentí cuando el cristal golpeó la tela y una maldición se escapó de los labios de Yoisel.

 

—¿Se fue? —Le pregunté atemorizada con la idea de que aún estuviera por ahí.

 

—Casi. Logré atraparla. —Sentí el alivio en su voz. Se apartó tapando el vaso con el plástico, y por primera vez pude ver a la compañera de ocho patas que intentaba asesinarme. Era una araña de tela de embudo, de esas que siempre ponen las advertencias en todos los medios. Era lo suficientemente grande como para que me dieran escalofríos solo con verla. —Cuatro centímetros... es de las más peligrosas. Podría haberte matado en unos minutos con todo su veneno. —Yoisel dejó el vaso en el suelo y se volteó para marchase, pero antes de que lo hiciera una fuerza sobrenatural se apoderó de mí y me lancé a sus brazos.




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