Rompiendo las reglas de Black

Capítulo 1

—¡Esmeralda, rápido! ¡Llegarás tarde! —grita mi madre desde la planta baja de la casa. Puedo escuchar con claridad cómo se mueve por toda la planta; mamá es ese tipo de persona que no puede hacer nada en silencio. Desde que sale el sol, ya está limpiando como si tuviera una cita con el mismísimo dios del orden. Según ella, mantener la casa impecable es la clave de una vida feliz. Según yo, es solo otra forma de estresarse gratis.

—¡Ya voy! No tienes que gritar —le respondo con evidente mal humor mientras bajo las escaleras. Apenas llego, me encuentro con su sonrisa habitual, esa que parece estar patrocinada por alguna marca de felicidad. Y no es que no la quiera, pero hay algo irritante en verla tan radiante mientras yo todavía no supero el trauma de haber abierto los ojos.

—Pero hija, ¿y esa cara? —pregunta, como si yo hubiera elegido despertar con expresión de funeral.

—Con la que nací —respondo sarcásticamente, porque a esta altura de la vida, el sarcasmo es mi idioma nativo. Ella me lanza una de esas miradas de madre, mezcla de reproche y resignación, a las que ya estoy más que acostumbrada.

—Vamos, Esmeralda, no uses el sarcasmo conmigo —me reprende mientras yo ruedo los ojos.

—Sí, lo siento —miento descaradamente mientras termino de acomodar mis cosas para el “nuevo instituto”. Qué emoción... (nótese el sarcasmo, otra vez).

—Así está mejor —dice con su gran sonrisa de “todo saldrá bien”, mientras que mi expresión, más parecida a una mueca, grita “recuerda que soy un imán para los problemas”.

—Mamá, sabes que odio cambiar de instituto, y más cuando eres la chica nueva. Ya comenzaron las clases hace dos meses. Es realmente molesto llegar a mitad de camino y tener que adaptarte a un grupo que ya tiene sus amistades formadas. Y, para colmo, según escuché, aquí suelen molestar a los nuevos —digo, prendiendo mi celular y desenredando los auriculares.

Ella sonríe con esa calma que solo las madres tienen y me da una palmadita en el hombro.

—Por favor, hija, te conozco demasiado bien como para saber que tú no te dejas intimidar por nadie. Además, recuerda por qué estás cambiando de escuela. Y ya vámonos, que no quiero llegar tarde al trabajo.

Sale de la casa antes de que pueda quejarme más. Yo suspiro, maldigo en voz baja y subo al auto. Ya no hay marcha atrás.

Mientras el coche avanza, miro por la ventana y no puedo evitar pensar en todo lo que me trajo hasta aquí. Estaba en el Instituto Fradral Parona, una escuela tan pretenciosa como su nombre. Todo iba relativamente bien hasta que una de las “populares” decidió que yo sería su blanco personal de diversión. Mala idea. Porque si algo tengo claro es que no soy la típica víctima.

La chica en cuestión se llamaba Mía, aunque debería haberse llamado Karma, porque eso fue exactamente lo que recibió. Intentó hacerme bullying y terminó con una lección inolvidable. Le preparé una pequeña broma: durante la clase de gimnasia, todas debían ducharse al final, y ese fue mi momento. Cuando dejó su ropa en el casillero, tomé su sostén (un trauma que aún no supero) y le saqué el relleno, ese colchón absurdo que usaba para aparentar. Dentro, metí unas cuantas lombrices vivas —inofensivas, pero lo suficientemente desagradables como para provocar una escena épica— y dejé un pequeño agujero para que pudieran escapar.

Como toque final, rocié su falda con un poco de picante para la piel. Cuando Mía salió de la ducha, toda fresca y segura de sí misma, empezó el espectáculo. Primero, la picazón. Luego, los gritos. Y cuando las lombrices comenzaron a aparecer, fue como ver una película de terror en vivo. Saltaba, chillaba y corría mientras todos miraban horrorizados.

Sí, me expulsaron del instituto, pero sinceramente… valió completamente la pena.

No sé cuánto tiempo estuve pensando, pero cuando reacciono, ya hemos llegado.

—Hija, espero que te vaya bien —mi madre me da un beso en la mejilla y me regala otra de sus enormes sonrisas.

—Mamá, es realmente molesto esto —gruño, acomodando la mochila sobre mis piernas, y ella me mira divertida, como si mis quejas fueran parte de su rutina favorita.

—Aunque hayas crecido, sigues siendo mi bebé, cariño. Y te aseguro que siempre te daré cariño —dice, con ese tono dulce que me desarma aunque me niegue a admitirlo—. Ahora anda, no llegues tarde.

Suspiro antes de abrir la puerta y bajar del auto. Empiezo a caminar despacio, sin prisa. Total, no me emociona ser la “chica nueva”. Busco mi vida, es decir, mi celular, y mientras trato de encontrar una buena lista de reproducción para aislarme del mundo, un grito corta el aire.

—¡Déjame en paz! —llora alguien.

Frunzo el ceño. La voz suena cerca. Camino con cuidado, sin que me noten, hasta quedar detrás de un árbol. Desde ahí puedo ver lo suficiente: tres chicos corpulentos, una chica de aspecto engreído, y otra chica tirada en el suelo, temblando.

—Te dije que no me levantes la voz —dice la chica chillona, con una voz tan aguda que me dan ganas de ofrecerle un curso de modulación vocal.

—Lo siento, juro que no va a volver a pasar —suplica la del suelo, su voz quebrada.

—Claro que no lo harás, porque te voy a enseñar a respetarme, ¿oíste? —levanta la mano para golpearla, pero antes de que lo haga, salgo furiosa y le agarro la muñeca.

Y aquí vamos otra vez… No soy capaz de quedarme quieta ante una injusticia, aunque eso me meta en problemas. Y sé perfectamente que esto va a hacerlo.

—No te atrevas —le digo, con una mirada que podría incendiar el aire.

—¿¡Y tú quién diablos eres!? —me grita la chica, tan cerca que puedo oler su perfume empalagoso.

—Soy la persona que te dará una paliza si le tocas un pelo. ¿Entendiste? —respondo sin pensarlo. Dios, sí que tengo talento para meterme en líos.

—¿Una paliza? No me hagas reír —murmura con burla. Antes de que le responda, uno de los chicos da un paso al frente.

—¿Tú quién eres? —pregunta con voz grave. Es alto, más que los demás, piel clara, ojos azul cielo, cabello castaño y un cuerpo que grita gimnasio. Y sí, es guapo, pero eso no compensa su actitud de matón.




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