Rompiendo las reglas de Black

Capítulo 4

—Su castigo es... —en serio, este viejo sabe cómo ponerme nerviosa— ustedes dos irán a ayudar a un orfanato por un mes completo.
Abro los ojos como platos, tanto que casi se me salen de órbita.

—¿Pero qué diablos es esto? —exclama Zack, visiblemente enojado.

—Señor Black, más respeto —le reprende el director con severidad.

—Lo siento, pero... ¿cómo es que nos van a mandar a un orfanato? ¿A cuidar niños? —se queja Zack, sin molestarse en disimular su disgusto.

—Director, lo siento, pero no voy a ir allí —digo con suavidad, intentando sonar educada para que no me hable mal.

—Dígame razones por las cuales no puede ir —me reta, cruzando los brazos. Suspiro, porque si quiere razones, tengo de sobra.

—Tengo muchas razones, por ejemplo: primero, no me llevo bien con los niños. Segundo, no sé atender a un niño. Tercero, no creo que sobreviva ni diez minutos cerca de uno. Y cuarto, todas las demás razones posibles. ¿Acaso quiere que le dé más motivos para no ir? —digo cruzándome de brazos.

—¿Y cree usted que eso me interesa? —responde con una ceja alzada—. Allá le dirán lo que tiene que hacer. Y ya no quiero más quejas.

Si alguna vez pensé que el día que mi madre no me dejó comprar una serpiente de mascota estaba enojada, me equivoqué. En este momento estoy que exploto de la rabia.

—Todo es por tu culpa —masculla Zack, confirmando la teoría de que los idiotas sí existen—. Si no hubieras empezado, no estaríamos yendo a un estúpido orfanato a cuidar niños que ni siquiera engendré.

—El único culpable eres tú —respondo señalándolo—. Así que no me eches la culpa de nada. ¿Crees que estoy feliz por cuidar niños? Pues no, no lo estoy, ni un poco —exclamo furiosa. ¿Pero qué se cree? Él no es el único que puede enojarse aquí.

—Basta, no quiero escucharlos más. Si tienen alguna queja, se la reservan y se van a su clase —sentencia el director con voz de trueno.

Salimos del despacho como si nos hubiesen confundido en un concurso en el que el premio era un millón de dólares y luego el presentador dijera que se equivocó y no ganamos nada.

Me despido de Sara con un movimiento de manos; no tengo ganas de hablar con nadie.

—Todo es tu culpa —escucho la indeseable voz de Zack detrás de mí.

—Disculpa, pero yo no fui la mariposa chismosa que habló con el director —digo frenando el paso y girándome hasta quedar frente a él.

—Maldición, deja de decirme mariposa chismosa —responde con enojo en la mirada, los puños apretados y el ceño fruncido.

—En serio, oblígame —le digo con una sonrisa desafiante. No sé qué me pasa, pero me encanta molestarlo… y me gusta aún más lo fácil que es hacerlo enojar.

—No me hagas hacer algo de lo que me arrepienta —advierte, dando un paso hacia mí.

—¿Qué me vas a hacer? ¿Golpearme? —pregunto, alzando una ceja, fingiendo sorpresa.

—Yo no golpeo animales salvajes —replica con una sonrisa arrogante.

Ahora soy yo la que se enoja.

—Oye, ya basta. Estoy harta de escuchar tu maldita y fea voz, que suena como un oso perdiendo la virginidad mientras una madre da a luz a su primer hijo —espeto sin filtro, y sin esperar su respuesta me doy media vuelta y me marcho, dejándolo con la palabra en la boca.

Entro a clases intentando evitar a toda costa a Zack. La verdad, ya me estaba hartando de él, y eso que apenas llevamos un día de castigo.

ZACK

Ella me deja con la palabra en la boca, pero… ¿qué se cree esta estúpida? Ya me tiene harto de verdad; lleva aquí solo dos días, dos malditos días, y ya se ha ganado mi desprecio por completo. Sé que eso no le importaría en lo más mínimo, porque a ella tampoco le caigo bien, pero es que esa chica ha sido la primera en desafiarme. Fue la primera que me golpeó y la primera que se atrevió a hablarme como si yo no valiera nada. Eso se va a acabar.

Llamo a Mario para que me haga compañía: no pienso entrar a clases ahora. Nos encontramos fuera y nos sentamos en unas bancas, ocultos entre las sombras de los árboles, planeando sin prisas. Necesito a alguien que entienda mi forma de pensar —alguien que no me juzgue por querer poner las cosas en su lugar.

—Hey, hermano, ¿no crees que hay que hacer algo con la castaña? —me dice Mario a mi lado, con esa sonrisa torcida que siempre anuncia problemas.

Cuando dice “castaña” se refiere a Esmeralda; su cabello es castaño, sus ojos brillan como esmeraldas, tiene la piel clara y un cuerpo que no pasa desapercibido. Pero no es por eso que me molesta: lo que me irrita es su actitud insolente, su sonrisa como si me desafiará a cada paso.

—Sí —respondo, mirando la entrada del instituto con frialdad—. Hay que enseñarle a esa mocosa quién manda.

—¿Y qué propones que hagamos? —pregunta Mario, mientras se le forma una sonrisa casi diabólica en la comisura de los labios.

—Ya se me ocurrirá algo —le digo, y una idea empieza a tomar forma en mi cabeza—. Y te aseguro que se arrepentirá de todo.

En ese momento mi sonrisa se vuelve calculada, afilada, como la de alguien que ya visualiza el plan hasta el último detalle. No es solo rabia; es orgullo herido. No tolero que me desafíen impunemente. Mario pica de curiosidad y yo disfruto el temor que empiezo a ver en la mirada de la gente cuando se enteran. Esto no es solo para humillarla: es para dejar claro que conmigo no se juega.

ESMERALDA

Terminando las clases, me encuentro con Sharlot en la salida del instituto.

—¡Esmeralda! —me grita para que la vea entre tanta gente. Me acerco a ella, y antes de que pueda saludar, empieza a hablar sin parar—. ¿Te puedo hacer una pregunta? Sé que soy muy directa, y maleducada, pero... bueno, ya sabes, me llamas y yo solo pregunto —murmura todo de un tirón, nerviosa.

—Claro, ¿qué pasa? —le respondo curiosa.

Ella juguetea con los dedos, tan inquieta que mis cejas se arquean solas.

—Solo me preguntaba si podría ir a tu casa —dice con rapidez, como si temiera que le dijera que no.




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