Rompiendo Paradigmas

11: Graduación.

Fernando Belmont. 

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Después de recibir mi finiquito por parte de la planta industrial a la que ingresé hace un poco más de un año, me di cuenta de que no había sido tan malo después de todo. Aprendí, generé experiencia, pero sobre todo, conocí personas con diferente forma de pensar. Hice amigos y, en el camino, me di cuenta de lo valioso que era invertir mi tiempo en pasarlo con las personas que más quería. 

Cuando Melissa se enteró de que las cosas entre mis padres y yo se habían solucionado, no dejo de felicitarme. Alegría y entusiasmo fueron las emociones que más me caracterizaban en esos meses. De vez en cuando, hacíamos videollamada con Leslie para ponernos al tanto. La relación entre todos era cada vez más sana porque la comunicación y la confianza eran constantes. Sí, teníamos nuestras diferencias, pero ya respetábamos las opiniones de los otros sin intentar cambiarlos de parecer. 

—¿Qué se siente que este sea tu último día?—preguntó mi mamá mientras me estaba acomodando la corbata. Volteé a verla sonriente.

Después de cinco años estudiando la Licenciatura en Contaduría y Finanzas, por fin era el día de mi graduación. Hoy sería el día en que tantos años de dedicación y esfuerzo se estaban viendo reflejados. Me sentía emocionado, pleno y lleno de satisfacción conmigo mismo. Además, de que por fin nuestra familia estaría reunida después de mucho tiempo. 

Papá subió corriendo hasta mi habitación donde me encontraba con mamá. Amelia entró atrás de él con una sonrisa enorme. 

—Buenas noticias, familia—expresó papá—. Acabo de hablar con Leslie y me dice que su avión despega en una hora. 

—¡Qué emoción! —exclamó Amelia—Por fin la veremos de nuevo. 

—Que bueno, amor. —habló mi madre—¿Vas a ir por ella al aeropuerto?

Mi padre asintió. 

—Yo voy contigo, papá. —propuso Amelia—Así sirve que ayudo a Leslie a arreglarse para la graduación de Fer. 

—Bueno, pero rápido porque ya sabes como se pone el tráfico en la autopista. —contestó mi padre. 

Nos despedimos de ambos quienes salieron de la habitación, agarraron sus cosas para salir de la casa y subirse a la camioneta con dirección al aeropuerto. 

Suspiré. Estaba nervioso. Faltaban dos horas para la ceremonia. Pese a que me sentía preparado, no dejaba de rascarme la nuca en modo de nerviosismo. Mamá tocó mi mano para calmarme y las agarró guiándome a la cama. Me senté. Agarró la silla de mi escritorio, la movió para quedar frente a mí. 

—Hijo, —posó su mano en mi mejilla—hoy es el día más importante de toda tu vida. Por favor, ¡Disfrútalo al máximo! Y no se te olvide que tienes una familia que te quiere y está orgullosa de ti. 

Sonreí. Toqué su mano en sin intención de quitarla. Agradecí. 

 

Leslie Belmont. 

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Después de horas de intenso viaje y trámites con el aeropuerto por fin llegó el momento de salir. Estaba emocionada porque era la graduación de mi hermano y no quería perdérmela por nada del mundo, ya que además de ser el día más especial para él y toda la familia, también era la primera vez que regresaba a mi país posterior a casi dos años desde que tomé la decisión de emigrar. 

Ver sus caras después de todo este tiempo era algo que me causaba ansiedad, pero no de la mala, al contrario, era esa impaciencia por verlos; cruzar las puertas, encontrármelos allá, correr a abrazarlos con una fuerza inexplicable sin dejar de repetirles lo mucho que los amaba así como la falta que me hacían. 

Estar lejos de mi familia me hacía valorar todo lo que tenía en mi vida. Tantos años deseando abandonar Latinoamérica por perseguir el sueño canadiense me hizo ver que todo lo que siempre desee, estuvo ahí. No me refería al hecho de que Canadá no me gustó. De hecho, estaba enamorada y agradecida por todas las oportunidades que me daba el país; desde la posibilidad de trabajar mientras estudiaba para generar experiencia, el permiso posterior a la graduación para obtener mi residencia permanente era una de tantas cosas que tenía. Mis amigos; Seo-hyeon, Dean y Chandler se habían convertido en personas especiales para mí. Pese a que todos éramos de distintas nacionalidades, congeniábamos muy bien. Tal vez porque cada uno complementaba al otro. Me agradaba cuando cada quien desmentía mitos que otros países tenían sobre el propio porque también nos cultivaba para ver las cosas de diferente manera. 

Por esa y más razones, es que me sentía satisfecha con la decisión que tomé. Sin embargo, no todo era perfecto. Me hacía falta mi familia. Creo que eso era lo más difícil de emigrar. Podía acostumbrarme a la diversidad gastronómica, las costumbres, tradiciones, leyes e incluso las normas y el sinfín de trámites que se tienen que realizar, pero ¿mi familia? No lo creo. Era algo irremplazable, un vacío que no podía llenar con nada. Es más, ni siquiera hablar con ellos todos los días por teléfono me bastaban para llenar una cuarta parte de todo el vacío que sentía sin ellos. 




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