ORIANE
Había muchas señales que me indicaban que mudarme a Los Ángeles no sería una buena idea.
Primero, mi vuelo se retrasó. Tres horas. Tres.
Después, la aerolínea perdió mi maleta. Sí, esa maleta: la que contenía prácticamente todas mis pertenencias trasladadas desde Ohio. Mi ropa. Mis zapatos. Mi colección cuidadosamente seleccionada de pañuelos de seda vintage que, sinceramente, eran lo único que me hacía sentir superior en las reuniones literarias de segunda categoría. Todo.
Al menos no habían extraviado mi computadora. Aunque, siendo realistas, con mi suerte lo más probable era que en cualquier momento me tropezara con mi propio bolso y la laptop terminara hecha añicos contra el suelo, llevándose consigo el “preciado” borrador de mi novela. Y digo “preciado” porque, seamos honestos, el manuscrito apenas tenía unas diez páginas decentes, escritas a regañadientes entre cafés fríos y ataques de pánico.
Porque sí, aparentemente recibir un jugoso adelanto editorial fue suficiente para que mi cerebro dijera: ¿Escribir un libro? Jaja, qué concepto tan adorable, mejor bloqueemos toda inspiración de manera indefinida.
Aun así, ahí estaba yo. Una mujer perfeccionista, competitiva, brillante (aunque ligeramente torturada) convencida de que mudarse a Los Ángeles sería la clave para absorber arte, glamour y una dosis de inspiración hollywoodense que me permitiera terminar de una vez por todas el proyecto que había firmado con tanto orgullo… y con demasiada seguridad en mí misma.
Me subí a un Uber rumbo al apartamento que había rentado en Santa Mónica. El conductor era de esos hombres amables que intentaban entablar conversación, y yo asentí estratégicamente en cada pausa mientras me dedicaba a observar la ciudad por la ventana, como si estuviera protagonizando mi propio tráiler de película.
A medida que nos acercábamos, el contraste con mi pueblo en Ohio era casi ofensivo. Aquí todo brillaba: las vitrinas, los autos y hasta las personas. Yo, por supuesto, estaba en modo camuflaje con el mismo conjunto que había usado en el aeropuerto durante más horas de las que quería recordar. Pero me repetí que, en cuanto recuperara mi maleta desaparecida, la Oriane impecable, la de los blazers entallados y las faldas que intimidaban a cualquier persona desprolija, volvería a emerger.
Cuando el auto se detuvo en la entrada de mi nuevo edificio, sentí algo parecido a la victoria. Era espectacular. Lujoso. Con esas puertas de vidrio impecables y un lobby que parecía diseñado por un arquitecto obsesionado con el mármol y la simetría. Mi primera reacción fue pura satisfacción: no me habían timado con las fotografías de internet. Ese era mi nuevo hogar.
Y lo mejor: estaba a solo unos pasos del muelle y de la playa. Literalmente, podía bajar con mi libreta, sentarme frente al océano Pacífico y dejar que las olas me dictaran el final de mi novela. Inspiración por todas partes. La mala suerte que había acumulado desde que puse un pie en California se evaporó con solo mirar el lugar.
Por un instante, me sentí increíble. Como si todo empezara a alinearse, como si Los Ángeles finalmente estuviera lista para entregarme exactamente lo que necesitaba.
Pero bueno, eso era lo que yo pensaba.
El portero me sonrió al abrirme la puerta, y yo le devolví una de esas sonrisas cordiales. Crucé el lobby arrastrando mi equipaje de mano, mi única posesión rescatada de la incompetencia de la aerolínea. Sí, todo lo que quedaba de mi dignidad cabía en esa maleta ridículamente pequeña. Subí al elevador con la frente en alto, porque aunque estuviera agotada, despeinada y oliendo a aeropuerto, yo sabía fingir glamour incluso en las circunstancias más adversas.
Mientras el elevador ascendía, repasé mentalmente la lista de cosas que iba a hacer en cuanto cruzara el umbral de mi nuevo hogar:
Uno. Darme un baño. Urgente. Porque sinceramente, me sentía transpirada, pegajosa, y más cercana a la categoría ciudadana sin techo que a la de flamante escritora con contrato editorial.
Dos. Poner a lavar la ropa que llevaba puesta. Era lo único que tenía hasta que mañana pudiera comprarme al menos una muda.
Tres. Pedir comida. Probablemente sushi con vino. Y sí, aquí seguramente sería más sofisticado que en Ohio, donde el señor Ling servía una sola variedad de rollos sospechosamente parecidos entre sí, acompañados del encantador lema no verbal de “cómete lo que te doy y cállate”.
Cuatro. Comenzar a escribir mi novela. O, mejor dicho, obligarme a escribir algo que no fueran páginas en blanco. Porque aparentemente mi bloqueo creativo no se iba a curar solo con mudarme a un código postal más glamoroso.
El ascensor se detuvo en mi piso. El pasillo estaba impecable, silencioso, decorado con discretos cuadros abstractos que, con toda seguridad, habían costado demasiado dinero y que absolutamente nadie entendía. Perfecto. Nada como caminar hacia tu nuevo hogar rodeada de arte pretencioso que parece pintado por un niño de preescolar con temperas caras.
Puse el código en la cerradura electrónica y la puerta se abrió con un pitido satisfactorio, lista para que mi nueva vida comenzara oficialmente. El soundtrack de este momento en mi cabeza era, por supuesto, épico. Algo entre violines triunfales y Beyoncé en I’m That Girl.
Y entonces lo escuché.
Un ruido.
Un sonido breve, como el roce de pasos. Después, una risa apagada. Masculina.
Me quedé quieta, congelada en medio del umbral. Volví a escuchar: un golpe sordo, como si alguien hubiera dejado un vaso sobre la mesa. Y después, de nuevo, ese eco inconfundible de movimiento.
Al principio pensé que era mi imaginación, alimentada por el cansancio y las doce horas de viaje. O peor: que el edificio tenía una acústica extraña y yo estaba escuchando a algún vecino desafortunadamente feliz. Pero no. Era diferente. Ese ruido venía de adentro.