Roomies Por Accidente

CAPITULO | 02 |

SEBASTIAN

La punzada en mi cabeza era un tamborazo seco que se negaba a desaparecer. Abrí los ojos con cuidado, intentando descifrar si la noche anterior había bebido demasiado, si algún marido celoso había decidido convertirme en saco de boxeo… o si estaba protagonizando, sin ensayo previo, mi gran regreso a la pantalla grande en un thriller de bajo presupuesto.

Por reflejo, intenté llevarme la mano a la frente. No llegué. Mis manos estaban atadas. Mis piernas también. Y no con cualquier cosa. No, no. Con mis propias corbatas de seda italiana. Un insulto a la moda masculina y una manera de recordarme que nunca debía dejar mis accesorios al alcance de desconocidas con complejo de secuestradoras.

—¿Qué carajos…? —murmuré, forcejeando. Nada. Ataduras firmes. Perfecto.

Genial.

Estaba oficialmente protagonizando la secuela de 50 sombras de Grey, pero sin contrato, sin consentimiento y, lo peor de todo, sin mi agente presente para negociar regalías.

Mierda.

Una acosadora. Tenía toda la pinta. Y para alguien de mi calibre (guapo, irresistible, con un Oscar infantil juntando polvo en una estantería y un futuro estelar aguardando mi regreso) este tipo de cosas eran… casi previsibles. La fama siempre venía con efectos secundarios: fans que confundían un “me gusta tu foto” con “quiero casarme contigo”, admiradoras que cruzaban alegremente la línea del código penal, y ahora, aparentemente, mujeres con un doctorado en nudos marineros.

Entorné los ojos, evaluando a la intrusa. No parecía histérica, ni desbordada por la emoción de tenerme cerca. No. Ella estaba de pie, hablando por teléfono como si estuviera cerrando un contrato y no vigilando al hombre que acababa de dejar atado como pavo navideño. Tenía esa seguridad feroz, absoluta, que solo había visto en dos tipos de personas: productoras de Hollywood y mujeres que jamás aceptaban un “no” por respuesta.

Y sí, tenía que admitirlo: era atractiva. Más que atractiva. Arrolladora. Cabello perfecto, mirada asesina, labios que parecían diseñados para dar órdenes y arruinarte la vida en una sola frase.

No podía ser una de mis conquistas. Imposible. Yo recordaba todas mis conquistas. Caras, nombres, fechas, anécdotas. Y créanme: una belleza así no se olvida.

Mi cerebro empezó a maquinar un plan de escape digno de mi regreso triunfal a Hollywood. Algo con dramatismo, giros inesperados, y un final apoteósico que dejara a todos sin aliento. Mientras tanto, la chica seguía en su llamada, ignorando por completo que yo había despertado.

Ok, Sebastián. Esto es nuevo. Pero nada que un actor profesional no pueda convertir en una escena. Solo que, esta vez, el guion incluye esposas improvisadas, tus corbatas como utilería y una ligera conmoción cerebral como efecto especial.

Suspiré, dejando que una sonrisa traviesa se dibujara en mi rostro. Porque, siendo sinceros, a pesar del dolor punzante en la cabeza y la incomodidad en las muñecas, había algo deliciosamente excitante en la idea de que alguien tan aparentemente frágil me hubiera doblegado en cuestión de segundos.

Vamos a ver hasta dónde llega esto.

Ella colgó el teléfono y entonces me miró con indignación. Sus mejillas estaban encendidas, su cabello rubio ligeramente despeinado, y sus ojos brillaban con un enfado que me hizo reconsiderar mi teoría de “acosadora romántica”.

—Ah… despertaste —dijo ella, cruzándose de brazos.

Yo ladeé la cabeza, probando mi mejor sonrisa de actor de comedia romántica versión “peligrosamente encantador”.

—¿Cómo va a ser esto? —pregunté, arqueando una ceja, como si estuviera negociando cláusulas de contrato y no rogando por la circulación de mis muñecas—. Nunca una mujer había llegado tan lejos conmigo.

Ella frunció el ceño y dio un paso adelante.

—No soy cualquier mujer —dijo, con una frialdad que me erizó la piel.

Y vaya que no lo era. Le dediqué una mirada lenta, de pies a cabeza, con todo el descaro y la insolencia que mi atractivo natural me permitían. Curvas perfectas, postura altiva, la forma en que parecía desafiarme sin siquiera rozarme… todo en ella gritaba “obsesión” o “adicción al control”. Y yo, que tenía un talento innato para meterme en problemas, pensé lo obvio: es, indiscutiblemente, mi tipo de mujer.

—Lo noto —respondí, dibujando en mi rostro una sonrisa que pretendía ser encantadora… y que en otro contexto ya me habría ganado mínimo un beso—. ¿Podrías… aflojar un poco las corbatas? Me están cortando la circulación.

Ella rió. No con ternura, sino con crueldad.

—¿Y arriesgarme a que te liberes? —replicó con un tono de mando que haría temblar a cualquier director de Hollywood—. ¡Claro que no!

La intensidad de su mirada me atravesó como fuego. Y yo, por décima vez en menos de cinco minutos, me pregunté en qué momento mi vida había pasado de “niño prodigio de Hollywood” a “rehén improvisado en Santa Mónica”.

Respiré hondo. Bien. Había que pensar estratégicamente. Ella: atractiva, con un toque evidente de locura y un aire de reina del Upper East Side. Yo: guapo, irresistible, actor con experiencia en dramas intensos y comedias románticas por igual. Clarísimo. Esto era una fantasía de fan.

—Oye… —bajé un poco la voz —. No tienes que hacer esto… eres atractiva. Si quieres tener intimidad conmigo, solo tienes que pedirlo.

Silencio.

—No me van estas cosas del bondage y las ataduras —añadí —. Prefiero poder usar mis manos. Normalmente para convencerme de tener sexo basta con una copa de vino y buena música, pero… oye, cada quien tiene sus métodos.

Su expresión cambió apenas, lo suficiente para que supiera que había tocado un nervio. No de atracción, claro, sino de irritación homicida. Genial.

—¡¿Qué?! —su grito reventó en el apartamento como una alarma de incendio, y su rostro pasó de rojo a granate en un segundo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.