Roomies Por Accidente

CAPITULO | 03 |

ORIANE

El rostro de la agente de bienes raíces estaba tan pálido que parecía haber visto un fantasma. Y, considerando que yo acababa de noquear a un desconocido musculoso en lo que se suponía debía ser mi apartamento, podía confirmarle con total seguridad que ella no había visto algo peor que un fantasma: a mí, enfadada.

Pequeña, con unos lentes demasiado gruesos para considerarse estéticamente aceptables, y un cabello que pedía a gritos una mascarilla hidratante, entró al lugar con pasos nerviosos. Apenas sus ojos barrieron la escena (yo de pie, brazos cruzados; Fitzgerald sentado en el sofá con una bolsa de hielo en la cabeza; y dos contratos idénticos extendidos sobre la mesa) su cara se contrajo por el pánico.

—Oh… no.

—¿“Oh no”? ¿Eso es todo lo que vas a decir? —espeté —. ¿Ese contrato es real?

—S-sí —balbuceó, bajando la mirada a sus zapatos como si de repente fueran fascinantes.

Fascinante iba a ser la paliza que iba a darle…

—¿Entonces el mío es falso? —grité, esta vez incapaz de contener el tono agudo de mi indignación—. ¡Porque, cariño, lo enviaste tú! ¡Tú!

Ella parpadeó frenéticamente, como un búho con migraña, antes de sacar la tableta que llevaba bajo el brazo. Sus dedos gorditos comenzaron a teclear con una urgencia que, si aplicara también para hidratar su cabello, le habría cambiado completamente la vida.

—Lo que sucedió fue que… mi colega se equivocó. —Su voz era tan fina que tuve que inclinarme hacia adelante para escucharla—. Teníamos una pareja que iba a rentar este apartamento y… bueno, no sé cómo, pero redactó el contrato para ambos. Como si fueran una pareja.

OH. MIERDA.

Me reí, pero no de diversión. Fue ese tipo de carcajada seca que aparece segundos antes de un colapso emocional o de una demanda millonaria.

—Déjame ver si entendí: ¿me cobraste, me enviaste un contrato firmado digitalmente, me hiciste cambiar de estado, mudarme a Los Ángeles con la promesa de este apartamento… y ahora me dices que tuviste un error administrativo?

Ella tragó saliva con tanta fuerza que pude oírlo.

—El depósito fue de seis mil dólares, incluyendo el mes de renta.

—Ajá.

—El mes de renta es de cuatro mil dólares.

—¿Qué?

—Se te cobró la mitad a ti… y la mitad al señor Fitzgerald.

Giré lentamente hacia el sofá, donde el supuesto “secuestrador” (ahora rebautizado como “okupa con contrato”) tenía la desfachatez de mirarme con una sonrisa que, podría o no, haberme parecido encantadora.

—Perfecto. Maravilloso. Espléndido —mi sonrisa era demasiado sarcástica —. Yo vine aquí para inspirarme, para escribir mi libro, para tener silencio y espacio. ¿Sabes lo que significa eso? Significa vivir sola. S-O-L-A. No con un hombre random que recita amenazas de muerte en la sala.

La agente abrió la boca para responder, pero levanté la mano en un gesto que la calló al instante.

—Quiero una solución. Ya. No mañana, no en dos semanas, no “cuando la base de datos se actualice”. Hoy. Quiero un apartamento propio, con más metros cuadrados que este, con mejores vistas y con seguridad real, no de esta que deja entrar hombres que parecen psicópatas. Y quiero que el costo corra por tu agencia.

La mujer parpadeó, temblando. El tipo en el sofá contuvo una risa.

—¿Y si no…? —preguntó la agente, en voz baja.

Me incliné hacia ella con una sonrisa reluciente.

—Si no, cariño, prepárate para ver mi cara en todas las reseñas de Google, Yelp, Zillow y hasta TripAdvisor. Porque voy a convertirme en tu peor campaña publicitaria.

La mujer tragó saliva con tanta fuerza que casi se le movieron los lentes. Parecía estar viviendo su peor pesadilla. Literalmente estaba más pálida que un póster de El Conjuro.

—Lo que podemos hacer es… devolverles el depósito a ambos y… permitirles quedarse aquí solo por un mes —tragó saliva—. Ya el próximo mes tendrán los apartamentos que originalmente pidieron.

Un mes.

Un. Maldito. Mes.

Sentí que me iba a dar un aneurisma en medio del pasillo.

—Disculpe, ¿acaba de sugerir que yo viva… con él? —Lo señalé como si fuera un espécimen que merecía estar tras un vidrio en un zoológico.

La agente pestañeó. ¿Acaso era lo único que sabía hacer?

—Es la única opción inmediata.

—No, no, no —repliqué, alzando la voz hasta un tono que probablemente ya había perforado uno de sus tímpanos—. Yo vine a Los Ángeles a escribir. A tener silencio. Orden. Concentración. ¿Sabe lo que significa convivir con un hombre desconocido? Es el principio de todas las películas de terror. Y de la mitad de los documentales de crimen.

Fitzgerald, cómo no, parecía estar disfrutando cada segundo de mi colapso.

—¿Sabes? Podría ser peor. Podrías haber terminado con alguien desordenado, impuntual y ruidoso.

—¿Y cómo sabes que no eres todo eso y más? —le solté, cruzándome de brazos—. ¿Qué pasa si coleccionas serpientes? ¿O si practicas batería a las tres de la mañana? ¿O si tienes un ritual matutino que implica cantar canciones en falsete?

Él ladeó la cabeza, con esa sonrisa que me estaba sacando canas prematuras.

—Bueno, lo de cantar en falsete no es tan grave. Podría ser Baby Shark.

—Oh, fantástico —bufé, mirando a la agente—. Dígame, ¿es legal demandar a una inmobiliaria por arruinarme la vida en menos de veinticuatro horas?

La pobre mujer estaba sudando a mares.

—Entiendo su frustración, de verdad. Pero no hay otra opción hasta el mes que viene.

Yo, frustrada, apreté la mandíbula. No me habían estafado, no: me habían condenado. Treinta días completos con un extraño que sonreía como si yo fuera el show principal en su nuevo canal de entretenimiento personal.

El apartamento era hermoso. La devolución del dinero era tentadora, pero… ¿vivir con alguien que no conocía? ¿Con un hombre desconocido? No era tan kamikaze. ¿Qué clase de lunática haría algo semejante?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.