ORIANE
Ni bien abrí los ojos, el olor a café llenó el aire y mi estómago crujió como si estuviera anunciando su rendición.
Dormí sorprendentemente bien, lo cual era casi milagroso teniendo en cuenta que había un hombre viviendo al otro lado de la pared. Sebastián había insistido en dormir en el sofá, lo cual agradecí, aunque parte de mí sospechaba que lo hizo solo para parecer un caballero. O peor: para que, en un arranque de culpa o debilidad, le dijera que compartiéramos la cama.
Ja. Eso nunca pasaría. Ni en esta vida ni en la próxima.
Mi enfoque estaba cien por ciento en mi novela. Llevaba días esquivando las video llamadas de Iván, mi agente literario, quien había tomado como misión personal convertirme en una escritora reconocida. Él fue el que insistió con la idea de mudarme a Los Ángeles: “Así estás más cerca de la editorial, más inspirada, más concentrada…”
Pero, en su idioma de agente, quería decir: así puedo controlarte mejor y evitar que sigas procrastinando desde la casa de tus padres mientras ves reality shows británicos y finges que es investigación de personajes.
Claro, lo que Iván no sabía era que mudarme aquí no me había hecho más inspirada ni más concentrada. Me había hecho… vecina forzada de un actor que parecía sacado directamente del manual de cómo tentar al destino.
Suspiré, me senté en la cama y traté de recordar si había dejado mi laptop cargando. El olor a café se intensificó, lo que solo podía significar una cosa: él estaba despierto. Y estaba usando mi cafetera italiana.
Maldición.
Me levanté, peiné un poco mi cabello con los dedos y salí al área común del apartamento.
Y ahí estaba.
Sebastián FitzGerald, con una camiseta gris que le quedaba absurdamente espectacular, el cabello revuelto y dos tazas en la mano.
—Buenos días, compañera—dijo, con una sonrisa tan mañanera que dolía verla, porque él se veía muy bien y yo… bueno, yo seguía con la misma ropa de ayer y mi cabello necesitaba un estilista urgentemente.
—No me llames así —respondí —. Y deja de usar mi cafetera.
—Tu cafetera está feliz de ser útil —replicó, alzando una de las tazas—. Además, hice café para dos. Lo mínimo que podías hacer era agradecer.
Lo miré como si acabara de ofrecerme veneno con aroma a avellanas.
—No bebo café hecho por desconocidos. Podría tener drogas.
—Si quisiera drogarte, no habría usado granos colombianos, hubiera usado un café normal de mercado —dijo con seriedad, lo que solo empeoró la situación—. Además, ¿Por qué querría drogarte? Tengo un video tuyo roncando con el que pienso sobornarte de aquí a que terminemos este mes para que no me molestes con tus estúpidas reglas.
Mi rostro se deformó.
—¿Qué?
Él sonrió.
—Broma. Relájate, Rhodes. —Dejó la taza sobre la mesa y se recostó contra la encimera—. Así que... ¿ya empezaste a escribir tu novela?
Genial. Un actor entrometido y madrugador. La combinación perfecta para el colapso nervioso de una escritora con bloqueo creativo.
—No. Y no pienso hablar de eso antes de mi primer café —le respondí, arrebatándole la taza con un gesto seco. Tomé un sorbo, y maldición… era bueno. Odiaba que fuera bueno.
—¿Ves? —comentó, con una sonrisa satisfecha—. Ya estamos mejorando nuestra convivencia. ¿De qué trata la novela? Quizá pueda ayudarte.
Lo miré, incrédula. ¿Acababa de ofrecerse a ayudarme? ¿Él, un actor cuya mayor aportación a la cultura seguramente había sido quitarse la camiseta frente a una cámara?
—¿Ayudarme? —repetí —. ¿A qué exactamente? ¿A posar frente al espejo con expresión profunda? ¿A ensayar cómo llorar de forma estéticamente atractiva?
—Podría darte perspectiva —dijo, encogiéndose de hombros—. Los actores también analizamos personajes, emociones, desarrollo interno…
—Claro, y los influencers también “hacen contenido creativo”. —Tomé otro sorbo, en un intento desesperado por no lanzarle la taza a la cabeza—. Te voy a pedir un favor, Sebastián. No me hables antes de las nueve. No me mires antes de las nueve. Y bajo ningún concepto intentes hacerme reír antes de las nueve. No va a pasar.
—Perfecto —asintió, colocándose la chaqueta con seriedad —. Entonces hablaré contigo a las nueve en punto.
Respiré hondo, recordándome que no podía ir a prisión antes de entregar mi manuscrito.
Ir a la cárcel no solo sería un obstáculo logístico, sino también un golpe de marketing difícil de levantar. Aunque… tal vez “la escritora asesina de Los Ángeles” sonaba lo bastante intrigante como para vender ejemplares.
Él alzó las cejas, con esa expresión divertida y provocadora que, seguramente, había derretido a más de una actriz hueca y con exceso de rellenos. Se quedó mirándome, callado, como si esperara algo. Yo no iba a darle el gusto. Me quedé mirando un punto fijo. Hasta que el reloj del microondas marcó las nueve en punto.
Entonces ladeó la cabeza y sonrió. Esa sonrisa.
—Entonces… ¿siempre eres tan malhumorada por las mañanas, o es algo más profundo? Tipo… crisis existencial permanente.
Oh, por dios.
No iba a liberarme de él.
—Déjame explicarte por qué no soy todo risas y flores —dije, molesta otra vez, y levanté un dedo, lista para enumerar—. La aerolínea perdió mi maleta. Mis libros, mi ropa, mis notas, mi maquillaje, mi dignidad. Todo. Perdido en un limbo aéreo entre Ohio y Los Ángeles.
—Oh. —Hizo una pausa exagerada, digna de un actor de telenovela—. Eso explica que tengas la misma ropa de ayer. Pensé que eras como Marge Simpson, con su traje Chanel multiusos.
Hice una mueca,
—Gracias por tu agudo análisis, FitzGerald. En realidad, me vestí así para hacer juego con mi miseria.
—Te queda bien —respondió, sin inmutarse, y se sirvió otra taza de café.
—Voy a fingir que no dijiste eso.