Roomies Por Accidente

CAPITULO | 05 |

ORIANE

Cuando llegué al departamento, tiré la carpeta sobre la mesa y decidí que no debía estresarme. Yo podía hacer esto. Era capaz. Había sobrevivido a tres años de universidad, y ahora sobrevivía a un editor que creía que mi cabeza era una jodida computadora, y a un compañero de piso que usaba camisetas ajustadas y decía frases como “deberías sonreír más”.

Seis capítulos. Cuatro días. ¿Qué podía salir mal?

Todo. Absolutamente todo.

Ignoré al pesimismo y al sentido común, y me lancé de lleno a la preparación. Me preparé una taza de café (si, otra más) abrí el portátil, acomodé los cojines de la cama, encendí una vela de canela y manzana que compré en un impulso y me dispuse a crear arte.

El ambiente estaba perfecto. La luz filtrándose por la ventana, el aroma de la vela, el café humeante. Todo era perfecto para la productividad y el éxito.

Cincuenta minutos después, seguía mirando la pantalla vacía.

El cursor parpadeaba. Burlón. Cruel. Pequeño y brillante, recordándome que mi cerebro, ese órgano supuestamente brillante y lleno de ideas, había decidido mudarse a una dimensión paralela.

Lo miré con odio genuino.

—Oh, cállate —le dije al cursor. En voz alta.

Y no fue suficiente.

Así que lo golpeé con el dedo, como si eso fuera a hacerlo reaccionar.

Nada.

—Genial. Esto ya es oficialmente una crisis.

Saqué el celular, lo miré, y por un segundo consideré enviarle un mensaje a Iván con algo como “el proceso va increíblemente bien, apenas dormí de tanta inspiración”. Pero la culpa me lo impidió. Mentirle a mi agente era un paso demasiado oscuro, incluso para mí.

En su lugar, abrí el procesador de texto y escribí la primera línea que me vino a la cabeza:

“Era una noche oscura y tormentosa…”

La borré de inmediato.

No, gracias. No iba a empezar mi gran novela debut como un cliché de libro sin gracia.

Probé otra:

“Ella lo miró y supo que estaba perdida.”

Borrada también. Demasiado dramático. Yo no escribía sobre “estar perdida”. Yo escribía sobre mujeres que sabían exactamente dónde estaban, solo que detestaban el lugar.

Suspiros. Más café. Una visita innecesaria al refrigerador. Otra vuelta a la cama.

Nada.

Literalmente nada.

Tomé otro sorbo de café. No pareció suficiente, así que lo reemplacé por vino. Fue peor.
El vino me dio una falsa sensación de genialidad por exactamente siete minutos, hasta que escribí una línea que decía:

“El corazón es un campo de batalla donde nadie gana.” y me di cuenta de que había cruzado oficialmente al territorio de escritora adolescente con cuenta en Wattpad.

Oh, dios… esto es una pesadilla.

Cada vez que intentaba concentrarme, mi cerebro me devolvía pensamientos del tipo:

“Deberías doblar la ropa que compraste.”

“Oye, ¿y si revisas Instagram solo cinco minutos?”

“Tal vez deberías adoptar un perro, te daría material emocional.”

Apoyé la frente en el teclado. Las teclas se clavaron en mi piel y el portátil emitió un pitido lastimero, como si también estuviera cansado de mí.

—Maravilloso —murmuré, sin levantar la cabeza—. Ya ni siquiera la tecnología me respeta.

Me quedé así unos segundos, con la frente apoyada en la barra espaciadora, escuchando el sonido del silencio… y del fracaso.

Hasta que, como si el universo decidiera burlarse un poco más, escuché risas en la sala.
Risas masculinas. Profundas, despreocupadas y molestas.

Por supuesto. Sebastián.

Porque si la musa no venía a mí, seguramente era porque se había ido a ver una película con él.

Había dos opciones: podía ignorar el ruido, quedarme en mi miseria y aceptar mi destino como autora fracasada. O podía salir ahí afuera y recordarle a mi compañero de piso que existían conceptos como respeto, silencio y plazos editoriales imposibles.

Elegí la opción dos. No me dio tiempo a llegar a la puerta antes de que él irrumpiera primero.

—¿Sigues viva, compañera? —preguntó, con esa voz tranquila. Claramente era porque no tenía que cumplir un plazo ni tampoco tenía responsabilidades reales.

—Estoy trabajando —mentí, sin apartar la vista del teclado.

Se apoyó en la pared que separaba los ambientes, cruzado de brazos, observando mi pequeño escenario: tres tazas vacías, una copa de vino a medio terminar, montones de papeles arrugados y la computadora mostrando en letras gloriosas:

Capítulo uno.

—Vaya —dijo, conteniendo la risa—. Avanzando a toda velocidad, ¿eh?

—Cállate.

—¿Sabes? —prosiguió, inclinándose sobre el respaldo de mi silla—. A veces, cuando me bloqueo, hago improvisaciones frente al espejo. Ayuda a liberar la mente.

—Ajá —respondí, sin apartar la vista del teclado—. Qué útil. Lo tendré en cuenta para cuando mi carrera se vaya a la mierda y tenga que trabajar en una obra fingiendo ser un árbol.

—Una vez interpreté a un árbol —replicó, con total seriedad—. Fue en una obra escolar. Fue intenso y divertido no ser protagonista por una vez.

Rodé los ojos.

—Debió ser devastador para el público no verte protagonizando.

—Lo fue —dijo, acercándose un poco más—. Algunos aún no se han recuperado.

Yo tampoco lo haría, si seguía invadiendo mi espacio con ese olor a colonia y arrogancia natural.

—Volviendo a tu bloqueo —dijo, haciendo una mueca como si el tema lo divirtiera más de lo que debería—, tal vez solo necesitas un cambio de perspectiva.

—¿Una lobotomía cuenta como cambio de perspectiva?

Se encogió de hombros.

—Podríamos probar algo menos invasivo que una lobotomía. Salir, por ejemplo. Tomar aire. Hablar con personas que no sean tu cursor parpadeante.

—Mi cursor y yo tenemos una relación estrictamente profesional —respondí, seca—. Y me estás interrumpiendo.




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