SEBASTIAN
Cuando Oriane fue al tocador, mi mejor amigo se acercó a la mesa y me miró fijo. Esa mirada que solo los amigos de toda la vida dominan, la que dice “sé exactamente en qué lío te metiste, pero me lo vas a explicar”.
Sabía que venía el reproche. Lo olí desde que dejó el vaso sobre la barra con más fuerza de la necesaria.
—¿Qué hay con la chica? —preguntó, directo al grano.
—Nada. —Le di un sorbo a mi trago —. ¿Por?
Él apoyó los codos en la mesa y me observó.
—¿Por qué aún no te has mudado?
Suspiré, mirando el hielo derretirse en mi vaso, como si ahí estuviera escrita la respuesta.
—Hubo un error en la inmobiliaria y…
—Sí, esa historia ya me la sé —me interrumpió, levantando una ceja—. Pero también sé que podrías haberme pedido que te consiguiera otro apartamento. Tengo contactos. Te habrías ahorrado el drama, y… —hizo una pausa, inclinándose un poco— el desastre que le estás a punto de provocar a esa chica.
Sonreí. No pude evitarlo.
—Desastre es una palabra muy fuerte.
—Sebastián —me advirtió con tono de hermano mayor—, cada vez que te interesas en una mujer, alguien termina llorando. Y nunca eres tú.
—No es mi culpa si la vida me pone en situaciones extrañas. Además… —dejé la frase en el aire, mirando hacia el pasillo por donde Oriane acababa de desaparecer—, ella no parece como las demás.
―Lo mismo dijiste de la bailarina. Y de la coprotagonista de esa obra de teatro que hiciste. Ni hablar de la dueña del restaurante, la que estaba casada con el jefe de policía.
―Ninguna de ellas me ató a una silla y llamó a la policía. —Sonreí, recordando la escena—. Admítelo, es un comienzo prometedor.
Mi amigo se llevó una mano a la cara y soltó un suspiro que olía a resignación.
—Dios santo...
—Relájate —le dije, levantando las manos —. Solo me agrada el apartamento. La chica es complicada, sí, pero también me sirve para… evaluarla. Tomar su personalidad como referencia para futuras interpretaciones. Es pura investigación actoral. Método Stanislavski.
Él me miró con los ojos entrecerrados, esa mirada que usaba cuando estaba a un comentario sarcástico de lanzarme el vaso.
—¿Y esto no tendrá nada que ver con que la chica es linda?
—No tiene nada que ver.
Mentí con una naturalidad que hasta yo aplaudiría.
Podría haberme ido ni bien me golpeó con el florero, claro. Lo lógico habría sido mudarme, denunciarla o, al menos, no compartir café con mi presunta secuestradora. Pero en ese momento no fue lógica: fue indignación. No iba a dejar que una desquiciada de pestañas perfectas que me había dejado inconsciente se saliera con la suya.
Después… bueno, después fue pura curiosidad. Oriane era una criatura extraña, una combinación perfecta entre Regina George y Blair Waldorf, con la elegancia de una reina a pesar de no tener vestimenta limpia, y el sarcasmo de una líder que podría gobernar el mundo de la literatura si tuviera un mejor agente. Verla caer, aunque solo fuera un poquito del pedestal donde ella misma se había puesto era un espectáculo que merecía entrada VIP.
Y, seamos sinceros, no había conseguido un papel decente desde hacía tiempo. Mi carrera necesitaba un poco de combustible. Algo que me recordara por qué había amado actuar en primer lugar.
Así que sí, tal vez quedarme ahí era una mala idea… pero era mi mala idea.
Además, un poco de diversión no le hace daño a nadie. Aunque esa “diversión” implicara dormir en un sofá incómodo que me dejaba la espalda en estado crítico y despertarme con una compañera mal humorada llena de reproches sarcásticos.
Pero vamos… ¿iba a quedarme con las ganas o con la anécdota?
Exacto. Con la anécdota.
Siempre con la anécdota.
—Hablando del demonio con pestañas —murmuró Pablo, enderezándose.
Oriane reapareció en ese momento, impecable como si no la hubiera visto casi diez minutos peleando con su delineador mientras se preparaba para salir. Llevaba el cabello recogido en un moño que parecía hecho por un estilista en plena crisis de perfeccionismo y una expresión que gritaba: ni se te ocurra respirar cerca de mí.
Pablo me lanzó una mirada cómplice, de esas que dicen “voy a disfrutar cada segundo de esto”.
—Mi amigo aquí presente me ha contado que le pegaste con un florero —comentó, sin el más mínimo pudor.
Yo toqué disimuladamente mi frente, todavía con un leve recuerdo del golpe.
—Creí que era un secuestrador —replicó ella con una sonrisa angelical—. Era mi primera noche en Los Ángeles y, de repente, escucho a un hombre hablando de armas en mi sala.
Se me escapó una carcajada.
—Estaba ensayando las líneas para una audición. Serie de detectives. Mucho drama.
—¿Y cómo te fue? —preguntó, alzando una ceja.
Apreté los labios. Mi audición había sido un completo desastre. En mi defensa, nadie habría rendido bien si la jefa de casting hubiera sido una ex… especialmente una que no te había perdonado por desaparecer en mitad de un crucero en Ibiza.
—Digamos que no fue mi mejor día —dije, levantando la mano para llamar a la camarera—. Otro whisky, por favor. Con menos hielo.
Pablo soltó una risa que parecía anticipar la tragedia de mi vida.
—La ex está trabajando con la productora que hace la serie. Es la jefa de casting.
Oriane arqueó una ceja, claramente interesada. Yo fulminé a mi amigo con la mirada.
—Gracias por compartir detalles irrelevantes de mi vida privada. Muy profesional de tu parte.
Ella apoyó el codo sobre la mesa, divertida, como si acabara de descubrir un pequeño secreto jugoso.
—Así que ex y jefa de casting. Qué combinación tan… conveniente.
—Depende —respondí, encogiéndome de hombros con una sonrisa ladina—. En mi caso fue más bien catastrófica. Catastrófica, porque realmente quería ese papel. Era el único de todos los que me llegaron en el que no tenía que ser el chico lindo que muestra los abdominales y sonríe a cámara como si su vida dependiera de ello.