ORIANE
Desperté con la certeza absoluta de que una banda de mariachis borrachos había decidido practicar percusión directamente sobre mi cráneo. Mi cabeza latía con un ritmo propio y la luz del sol entrando por las cortinas era, sin exagerar, un ataque personal contra mí.
Algo no encajaba.
Primero: no estaba en mi pijama cómodo ni en la camiseta que había sobrevivido milagrosamente al vuelo. Llevaba puesta una camiseta gris gigantesca que olía… sospechosamente bien. Demasiado bien. Como si perteneciera a alguien con olor a carisma y problemas que, de algún modo, me irritaban profundamente.
Segundo: a un costado de la cama, sobre un colchón inflable que parecía cuestionar mis decisiones de vida, dormía un hombre.
Sebastián.
Boca abajo, cabello despeinado, un brazo colgando hacia el suelo y respiración profunda. Insoportablemente relajado, como si la resaca fuera un rumor lejano que él ignoraba deliberadamente. Y yo me sentía como un zombi.
Intenté recomponer la noche: flashes incompletos de karaoke, mi risa atrapada en lugares que no recordaba, un brindis con algo verde y bastante cuestionable, y la sensación de que mi orgullo y mi dignidad se habían evaporado, tanto así como mi talento para la escritura.
Me incorporé, respirando con cuidado para no despertar al hombre que dormía plácidamente. La camiseta, o más bien su camiseta, me llegaba hasta las rodillas, porque, bueno, era más alto que yo.
Observé con detenimiento la habitación y entonces vi papeles por todos lados. Literalmente. En la cama, en la mesa de noche y hasta pegados con cinta a la lámpara. Me acerqué y tomé uno con curiosidad.
Mi letra. Había escrito a mano partes de mi novela. Palabras que parecían vagas: “vacaciones, salón de espejos en un circo, ella apaga la luz y escucha su propio latido”. Y luego, entre lo absurdo y lo incoherente, aparecieron frases que tenían sentido. Fragmentos que podrían convertirse en diálogos vivos, escenas con ritmo, ideas que decían: “puedo salvar tu carrera, idiota”.
Algunas eran tonterías, pero otras eran muy buenas: «Él sonreía como alguien que conocía el final de la película y aun así disfrutaba del cliffhanger».
Inspiración. Eso era inspiración. Una señal de que, tal vez, no estaba totalmente condenada a escribir el manual del bloqueo literario.
Escuché un murmullo desde el suelo.
—Mmm… —dijo Sebastián, girándose perezosamente y esbozando una sonrisa que, de alguna manera, lograba ser absolutamente injusta para mis niveles de paciencia matutina.
Y ahí estaba. Perfecto. El rostro relajado, la camiseta arremangada de manera que revelaba apenas lo suficiente su abdomen y su espalda como para hacerme preguntar si esto era un castigo divino o un acto deliberado para tentar mi suerte. Me odié un poquito por notarlo. Solo un poquito.
—Claro —murmuré, con voz baja —. Él duerme como un ángel, mientras yo parezco un cuadro de Picasso en crisis existencial y con resaca incluida.
Caminé hacia el escritorio, recogiendo las hojas desperdigadas. Una sonrisa se me escapó a pesar de mí misma. Porque, aunque lo odiara admitir, algo en la noche anterior había despertado un flujo creativo que no había sentido en meses.
Quizá mi inspiración no venia del café, ni de la presión del plazo inminente, ni siquiera el silencio absoluto de mi apartamento.
Quizá, contra toda lógica, dignidad y reputación, mi musa tenía un nombre, barba de dos días, sonrisa desafiante, campera de cuero y un talento natural para ser absolutamente insoportable.
Suspiré y recogí otra hoja. Perfecto. Si sobrevivía a este mes con él a mi lado, quizás hasta podría escribir una novela sin desear mudarme a un monasterio remoto y renunciar a toda forma de comunicación humana.
—Buenos días, Hemingway —dijo una voz ronca detrás de mí.
Di un respingo tan exagerado que casi derribo todas las hojas de nuevo.
Sebastián estaba medio incorporado en el colchón inflable, despeinado como si un huracán hubiera decidido pasar la noche en su cabello, con los ojos entrecerrados y esa sonrisa socarrona.
—No me llames así —refunfuñé, apretando las hojas contra mi pecho.
—Claro, lo detestas por misógino —asintió con toda la solemnidad del mundo—. ¿Por qué estás mirando todo con cara de víctima del apocalipsis?
Lo ignoré.
—¿Qué es todo eso? —preguntó, señalando el desorden con un gesto perezoso de su brazo.
—Notas —respondí, metiendo la última hoja en la carpeta —. Trabajo. Creatividad en bruto.
Él se rió.
—Parece más bien creatividad en coma etílico. Déjame leer algo. Solo uno de esos pedazos, ¿quieres?
Me detuve un instante, dudando, pero antes de poder replicar, se levantó del colchón con esa facilidad irritante de hombre descaradamente seguros de sí mismo, caminó hacia mí y tomó una de las páginas.
—“Ella lo odiaba porque le hacía sentir viva.” —leyó en voz alta, con un tono dramático que habría hecho sonrojar a cualquier actor de teatro clásico—. Wow. Intenso.
—¡No leas eso! —exclamé, arrebatándole el papel como si contuviera secretos nucleares.
—¿Inspirado en alguien que conozco, tal vez?
—Sí, en un idiota que no sabe respetar la privacidad ajena —repliqué, cruzándome de brazos.
Él levantó las manos, todavía sonriendo como si estuviera jugando un juego donde yo era la presa y él el depredador encantador.
—Tranquila, Shakespeare —dijo—. Solo digo que, si esto lo escribiste anoche, deberías emborracharte más seguido.
—No vuelvas a sugerir eso —dije, con los dientes apretados—. Mi inspiración no requiere emborracharme con tequila.
—Es un cumplido —insistió, acercándose apenas un paso—. Y, si sirve de consuelo, la camiseta te queda bien.
Bajé la mirada.
La camiseta. Su camiseta.
Y, por supuesto, el universo decidió en ese preciso segundo castigarme con una revelación incómoda: debajo solo llevaba ropa interior. Perfecto. Absolutamente perfecto.