Roomies Por Accidente

CAPITULO | 09 |

SEBASTIAN

Abrí los ojos y lo primero que pensé fue: rayos, me dormí.
Lo segundo fue mucho más impactante: no me dormí solo.

Porque ahí estaba ella. Oriane.
La mujer más maniática del orden, la misma que usa palabras como “ineficiente” para describirme, dormida plácidamente sobre mi pecho.

Y digo “plácidamente” porque parecía un ángel caído… directamente sobre mí.
Tenía una mano apoyada sobre mi abdomen, como si estuviera comprobando que mi corazón siguiera latiendo. Y lo hacía, sí, bastante rápido. Su respiración era lenta, casi musical, y un mechón de su cabello dorado le caía sobre la mejilla, haciéndola parecer… tranquila.

Tragué saliva. Muy despacio.

Si movía un músculo, probablemente me arrancaría la cabeza cuando despertara.
Pero si no me movía… bueno, iba a seguir teniendo la mejor vista de mi vida.

La perfeccionista de Oriane, con su actitud de “nadie hace nada en esta casa sin mi permiso”, estaba durmiendo abrazada a mí, entre almohadones y restos de comida.
Todo gracias a un apagón y una inocente maratón de comedias románticas.

Maratón que, para ser justos, ella había aceptado solo porque no tenía otra cosa que hacer en medio de la oscuridad. Recordé cómo había intentado resistirse a cada escena cliché que veía: los besos bajo la lluvia, las declaraciones en aeropuertos, las reconciliaciones imposibles.

Pero en cuanto Hugh Grant apareció tartamudeando amor, su gesto se suavizó. Solo un poco. Y cuando la protagonista corrió bajo la lluvia, Oriane dejó escapar un “ay, por favor”, que sonó peligrosamente parecido a un suspiro.

Después de eso, vino la segunda película.

Y la tercera.

Y luego, en algún momento entre una copa de vino y una crítica sobre el rol de la mujer en el cine contemporáneo, se quedó dormida.

Sobre mí.

Y ahora estábamos así: yo, intentando no moverme, y ella, encarnando la escena más tierna y peligrosa de mi existencia.

No pude evitar apartarle ese mechón de cabello del rostro.

Grave error.

Porque el simple roce de sus labios contra mi pulgar me hizo pensar en cosas que no debería pensar de una mujer que probablemente tenía una agenda de asesinatos perfectamente organizada por color.

Ella se removió un poco, murmurando algo incomprensible, y su mano se deslizó un poco más abajo.

Dios mío.

Respira, Sebastián. Respira.

Era hermosa, pero no de la forma obvia. No de esas que parecen esforzarse cada segundo para que el mundo las note.
Oriane era hermosa porque no lo intentaba. Porque hasta dormida parecía juzgarte.
Y aun así, ahí estaba yo: fascinado, completamente hipnotizado, esperando que no se despertara todavía.

Era la primera vez que la veía sin una armadura.
Sin su sarcasmo cortante, sin esa agenda mental en la que todo estaba subrayado, categorizado y probablemente coloreado por nivel de importancia.
Sin su discurso de “no me interesa el amor” ni su absurda guerra personal contra todo lo que se pareciera remotamente a la vulnerabilidad.
Solo ella.
Humana. Cansada. En paz.

Y juro que fue más letal así que cuando me lanzaba miradas asesinas por dejar la tapa del café abierta.

Me moví un poco, intentando estirar la pierna sin despertarla, y justo entonces murmuró algo entre sueños. Algo ininteligible, pero sonó sospechosamente como “idiota”.
Después, como si su inconsciente también tuviera problemas de límites personales, se acomodó más cerca de mí.

Genial.

—Esto definitivamente no estaba en el contrato de convivencia —susurré.

Nada. Ni una pestaña se movió.
Claro, solo me ignora cuando está dormida. Cuando está despierta, lo hace con palabras y un nivel de sarcasmo que podría considerarse deporte olímpico.

Llevábamos días en este extraño tira y afloja.
Ella, intentando escribir su libro y fingiendo que no le afectaba nada.
Yo, intentando convencerla de que reír también era parte del proceso artístico.

Pero había algo más. Algo que me estaba costando admitir. Porque cuanto más la conocía, más difícil se volvía mantener esa distancia cómoda que tanto me gustaba tener con las mujeres.

Oriane no era un ligue fácil ni una distracción divertida.
Era… peligrosa. Y yo, el tipo relajado que siempre se lo tomaba todo con humor, estaba intentando no sentir atracción por una mujer que trataba el afecto como si fuera un virus altamente contagioso.

La invité a un bar karaoke para despejarla, porque, sinceramente, si existía algo más terapéutico que cantar mal con desconocidos ebrios, todavía no lo había encontrado... y, para mi sorpresa, entre el desastre de luces de neón, copas baratas y un tipo gritando “Bohemian Rhapsody” como si le fuera la vida en ello, algo en ella se aflojó.

Por primera vez desde que la conocía, se rió.
No una risita irónica o condescendiente, de esas que usaba como escudo.
Una risa real. Libre.
Y créanme, verla reír fue como ver un eclipse: raro, brillante y probablemente peligroso para la salud emocional de cualquiera que estuviera cerca.

Por primera vez, no estaba pensando en su maldito contrato editorial ni en su editor psicópata con nombre de villano.

Y después, terminamos viendo películas románticas.
Yo las amaba. Ella, según sus palabras, las detestaba.
Pero la vi morderse el labio durante la escena del beso bajo la lluvia.
Y también la vi mirarme de reojo cuando el protagonista dijo “no puedo imaginar mi vida sin ti.”

Ajá. Detestarlas, claro.

Ahora, con ella dormida en mi pecho, con su cabello desordenado y su mano extendida sobre mí como si inconscientemente intentara asegurarse de que siguiera ahí, entendí algo.

Quizás Oriane no era el tipo de mujer que soñaba con un final feliz.
Era demasiado lógica, demasiado ocupada intentando ganarle al mundo, demasiado acostumbrada a no esperar nada de nadie.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.