Roomies Por Accidente

CAPITULO | 10 |

ORIANE

Mi mandíbula seguía abierta desde el momento exacto en que vi a William Madden (sí, ese William Madden, el actor más famoso, más premiado y más insoportablemente perfecto del planeta) de pie en la entrada de nuestro apartamento.

Y lo peor no era eso.

Lo peor era que estaba hablando con Sebastián.

Y que Sebastián… era su hijo.

Su jodido hijo ilegítimo.

Todavía no podía procesarlo.

Pasé los siguientes veinte minutos en la habitación, con el portátil sobre las piernas, escribiendo en Google cosas como “William Madden hijo secreto”, “William Madden descendencia oculta”, e incluso “William Madden + Sebastian Fitzgerald”.

Nada.

Ni una mísera mención, ni un rumor perdido en Reddit, ni una entrevista borracha en la que el hombre hubiese dejado escapar algo.

Nada.

Pero no necesitaba pruebas. Sabía muy bien lo que había oído. Además, eran demasiado parecidos. Muy parecidos. Si los veías juntos… era evidente.

Entendí por qué me había hablado de esa manera antes de irse.

Por lo general, Sebastián era una tormenta de risas fáciles y comentarios absurdamente encantadores. El tipo de persona que convertía cualquier silencio incómodo en una broma o una cita de alguna película de los noventa.

Pero después de la visita de su “amigo de la familia”, como se había presentado William Madden, su rostro cambió. Ya no era el chico que citaba comedias románticas ni el que encontraba magia en todo. Era un hombre con el rostro tenso, la mandíbula apretada, y una mirada que parecía sostener años de algo que prefería no nombrar.

Estaba molesto.

No. Estaba dolido.

Y aunque apenas lo conocía (una semana, exactamente) supe que había algo muy hondo allí.

Y claro que lo había.

Cuando tu padre se presentaba en tu puerta como “un amigo de la familia” y te dejaba un cheque en blanco para que no lo molestaras, debía doler.

En algún lugar entre el orgullo y el abandono, eso tenía que doler.

Mi estómago se contrajo y me sentí mal por él.

Demasiado mal.

Porque yo sabía lo que era eso. Sabía lo que era ser el secreto, la sombra, la persona a la que no eligen cuando todo el mundo está mirando. Y por mucho que intentara no pensar en ello, la empatía me atravesó igual.

El portero sonó de repente, y pegué un salto.

Por un segundo creí que podía ser Sebastián. Quizá había olvidado los códigos del edificio, o el celular, o… no sé, la dignidad. Pero después pensé que tal vez era su padre. Y entonces mi corazón dio un salto tan brusco que casi me atraganté con mi propia paranoia.

—Oh, dios… —murmuré, alisándome el pelo de puro reflejo—. ¿Qué hago si es su padre? ¿Finjo demencia?

Abrí la puerta.

Y me encontré con un chico. Uno con auriculares colgando del cuello y una bolsa de papel en la mano.

—¿Hola? —dije, aún medio tensa.

El chico me miró de arriba abajo, claramente decepcionado.

—No creo que tú seas Sebastián.

—No, gracias al cielo. Soy su roomie.

—Ah. —Levantó la bolsa—. Entonces, aquí está su pedido. Tardé un poco más porque tuve un incidente con mi bicicleta. Ya está pago.

Lo miré, parpadeando.

¿Pedido?

Sebastián, había pedido comida. Por supuesto que sí. Probablemente se había ido con el alma hecha pedazos, pero no sin dejarme algo para cenar.

Lo detesté un poquito por eso.

Y lo aprecié otro poquito también.

Suspiré, tomando la bolsa.

—Gracias.

El chico sonrió, ajeno a mi caos existencial, y se fue.

Cerré la puerta y me quedé quieta unos segundos, con la comida en la mano y un nudo extraño en la garganta.

Sebastián podía ser un idiota, sí. Un encantador, irresponsable y emocionalmente confuso idiota. Pero lo que fuera que William Madden le había hecho… no debía ser algo agradable.

Habían pasado casi dos horas desde que Sebastián se fue.
Yo seguía en el sillón, envuelta en una manta que ya no olía a suavizante. En la mesa de centro, el sushi esperaba en silencio, junto a dos pares de palitos y un control remoto que ya había apretado más veces de las necesarias.

Puse una de sus películas en la televisión. Sí, una comedia romántica. De esas que él insistía en que “había que ver para estudiar la estructura narrativa del romance”. Tonterías. Ese tipo de romance no existía, y estaba segura de que mi cerebro se estaba licuando cada vez que la idiota mujer se humillaba, pero al menos me mantenía distraída.

Cuando escuché la cerradura, mi corazón hizo un salto traidor.
La puerta se abrió despacio y ahí estaba él.

Sebastián entró con una expresión extraña, como si hubiese peleado con todos los fantasmas del pasado y ninguno se hubiera rendido. Llevaba la chaqueta abierta, la camisa arrugada, y los hombros caídos. Ni siquiera intentó fingir una sonrisa, lo cual era sumamente preocupante.

Cerró la puerta sin hacer ruido y ni siquiera me miró.
Solo dejó las llaves sobre la encimera y fue directo a la nevera por agua.

—El chico dejó el sushi —dije, señalando las cajas.

Nada.

Ni una palabra.

Se quedó mirando la pantalla. Solo el murmullo de la televisión llenaba el silencio.
Katherine Heigl se probaba vestidos de dama de honor mientras el tipo de mandíbula perfecta la miraba con devoción y le hacía chistes sobre la amistad y el destino. Sí, claro. Qué fantasía.

Si los hombres reales fuesen así, probablemente el planeta ya se habría extinguido por exceso de perfección.

—Te estaba esperando —dije, intentando sonar despreocupada—. Dijiste que a las nueve veríamos otra de esas películas horribles y cursis que, según vos, van a “curarme del bloqueo creativo”.

—Creí que no te gustaban —respondió, abriendo la botella. Su voz era baja, sin su tono usual de broma fácil.




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