SEBASTIAN
La reunión con mi agente era, en teoría, de trabajo. En la práctica, era una excusa semanal para comer nachos, beber cerveza y fingir que mi carrera seguía teniendo rumbo.
Pablo tenía la paciencia de un santo. Solía conseguirme campañas publicitarias donde debía poner el rostro y, sobre todo, el cuerpo. Pero los papeles reales… los que valían la pena, con guion, drama y aplausos, eran escasos. Y no por su falta de talento como agente. No. Mi problema tenía nombre, apellido, estrella en el Paseo de la Fama y una habilidad excepcional para sabotear cualquier oportunidad que se me presentara.
—Tienes una sesión de fotos para American Eagle —dijo mi amigo, dejando una montaña de nachos frente a mí y alcanzándome una cerveza—. Les encantó tu perfil y te quieren para la nueva campaña de otoño.
—Genial —respondí, fingiendo entusiasmo mientras hundía un nacho en el queso ―. Nada dice más “actor en decadencia” como vender jeans mostrando mis abdominales.
—También estuve haciendo llamadas —continuó —. Y hablé con Mags.
Levanté la vista lentamente.
—¿Mags?
—Exactamente —confirmó con una sonrisa culpable—. Quiere que audiciones para el papel principal en la serie de detectives. Pero... quiere que tú la llames.
Solté una carcajada incrédula.
—Sí, claro. Seguro que quiere que la llame, pero solo para avisarme qué día es nuestra boda. Esa mujer está desquiciada.
Pablo rodó los ojos.
—No pierdes nada con llamarla, Seb. Podría ser un gran papel, y, al ser una producción extranjera, tu padre quizá no pueda interferir.
—Ah, ¿no? —alcé una ceja—. Dale dos días y verás que aparecerá para sabotearme. Ayer estuvo en el apartamento y me dejo un cheque en blanco para que dejara la actuación.
Pablo se rió, pero su expresión tenía ese matiz entre compasión y resignación.
—Sebastián, no puedes dejar que él te frene toda la vida. Eres bueno. Solo necesitas una oportunidad.
—Y un milagro —añadí, brindando con mi cerveza—. Pero gracias por la fe. Si no fuera por ti, ya estaría haciendo comerciales de pasta dental en Tijuana.
—Lo digo en serio —insistió—. Eres carismático, gracioso, atractivo…
—¿Estás coqueteando conmigo, Pablo? ―me burlé ―. Porque puede que este interesado.
—Estoy intentando motivarte, imbécil ―dijo, recostándose en el sillón—. Solo llámala. Prometo que, si tu padre termina saboteando esto, pago yo las terapias.
—¿Y si terminan contratándome?
—Entonces pago las champañas.
Me quedé pensativo, girando la botella entre mis dedos.
La idea de volver a actuar en algo que realmente valiera la pena me quemaba en el pecho. Tal vez no tenía que ser una serie. Tal vez no tenía que ser el papel de mi vida. Pero sí quería demostrarle al mundo —y a él, sobre todo— que lo mío era verdadera vocación.
Suspiré.
—Está bien. La llamaré. Pero si me intenta besar otra vez mientras me apunta con un cuchillo, te juro que la envío a tu casa.
Pablo sonrió con alivio.
—Trato hecho. Me encantan las psicóticas.
Nos reímos, pero en el fondo los dos sabíamos que debajo de las bromas algo se movía. Esa audición podía ser un antes y un después. O me relanzaba al mapa… o terminaba vendiendo suplementos proteicos en TikTok.
Conmigo nunca había término medio.
—¿Y cómo está tu roomie? —preguntó Pablo.
—Bien —respondí, mientras le daba un trago a la cerveza—. La estoy incursionando en el mundo de las comedias románticas porque, bueno… después de ciertas cosas, no cree mucho en el amor.
Pablo arqueó una ceja.
—Qué raro. Tiene toda la cara de ser el tipo de chica que llora con Orgullo y Prejuicio y subraya frases de Jane Austen.
—Lo sé. Tiene pinta de ratoncito de biblioteca que se ofende si le spoilean el final feliz. Pero no, es más del estilo “el amor es una construcción social”.
—Te gusta.
—No me gusta —contesté enseguida. Demasiado rápido.
Él apoyó el codo sobre la mesa, sonriendo.
—Esa velocidad fue sospechosa.
—Solo digo que me cae bien —intenté aclarar—. Es lista, irónica, medio insoportable, y… bueno, divertida cuando se lo propone.
—Entonces te gusta un poquito.
Rodé los ojos.
—Pablo, la conozco hace diez días. No me da tiempo a “gustarme” nadie en diez días.
—Claro. Y yo solo veo Shreck por el desarrollo de personajes.
Suspiré, hundiendo otro nacho en el queso derretido.
—Está bien, me… intriga. Es diferente. No se ríe de mis chistes, no me trata como si fuera una celebridad caída en desgracia y, de alguna forma, logra que me tome las cosas en serio. Lo cual, francamente, me da miedo.
—Eso se llama química, hermano. No estás enamorado, pero vas en camino. —Pablo sonrió de lado—. ¿Vas a hacer algo al respecto o piensas seguir fingiendo que la estás “incursionando en el mundo del romance” mientras mueres por besarla?
Rodé los ojos.
—Tranquilo, Spielberg. Estas pensando cosas que no son.
—Sí, claro. Dices eso, pero cuando hablas de ella te cambia la cara —replicó, dándole otro sorbo a su cerveza—. Tienes esa sonrisa idiota de protagonista que todavía no sabe que está enamorado.
—No estoy enamorado. Solo me gusta su forma de ver las cosas. Y su sarcasmo. Y… su boca cuando intenta disimular que se ríe de mis chistes.
Pablo levantó las manos, satisfecho.
—Ahí está. Confirmado. El hombre cayó.
—No caí —insistí, aunque sonaba poco convincente incluso para mí—. Solo… me resbalé un poquito.
Él se rió tan fuerte que casi derrama la cerveza.
—Eres patético. Y adorable. Pero patético.
Me pasé una mano por el cabello y exhalé.
—No puedo hacer nada, Pablo. La chica tiene su vida, su carrera, y probablemente una lista de razones por las que salir conmigo sería un error catastrófico. Solo… me gusta tenerla cerca. Cuando no está, el apartamento se siente… demasiado en silencio.