ORIANE
No entendía ni qué hora era, pero me había quedado dormida. Muy dormida.
Lo supe porque había una mancha de baba en la almohada y mi cuello crujía como si hubiera pasado la noche dentro de una lavadora.
El teléfono vibraba sin descanso en la mesita, emitiendo el ringtone más irritante del universo (una mala decisión de mi yo del pasado, claramente).
En la pantalla, el nombre de MAMÁ parpadeaba en letras mayúsculas.
Respiré hondo, preparándome mentalmente para el interrogatorio, y contesté.
—Hola, mamá.
—¡Oriane! —exclamó con ese tono que combinaba preocupación genuina y reproche pasivo-agresivo en dosis perfectamente equilibradas—. Por fin me atiendes.
Cerré los ojos. Ya estábamos en el capítulo dos de El drama rural en tres actos.
—Estuve ocupada —mentí. Técnicamente no era mentira. Estuve “ocupada” recuperando horas de sueño después de escribir tres capítulos seguidos y evitando una crisis existencial.
—Ocupada, claro… —repitió—. ¿Tan ocupada que no puedes responderle a tu madre?
Suspiré.
—Lo siento, estoy al límite con las fechas. Solo me enfoqué en escribir estos días.
—¿Y no podías hacerlo desde aquí, cielo?
Ahí estaba. El ataque furtivo disfrazado de cariño.
—Mamá… por favor. No empieces.
—¿Empezar con qué? —respondió con voz angelical, lo cual era una señal de peligro inminente—. Solo digo que en Ohio tienes tu casa, tu habitación, tu escritorio, tus padres que te aman… y conexión estable a internet, que no es poca cosa.
―Mamá…
―Es que me parece una locura que te hayas mudado tan lejos, a Los Ángeles, con todo ese caos, la contaminación, los desconocidos… ¡las noticias!
—Estoy bien. —Me giré en el sofá, mirando el techo—. Tengo un apartamento frente a la playa, un contrato, café y nervios destruidos. Estoy completa.
—Podrías estar completa aquí también. Conmigo.
—¿Y renunciar al ruido, al arte, a la inspiración? —pregunté—. Sería como pedirle a Picasso que pinte solo paredes.
—Bueno, Picasso seguramente, también tenía madre.
Suspiré. Mi madre siempre hacía lo mismo: intentaba hacerme regresar a Ohio en base a culpa y chantaje. Si existiera un premio por eso, tendría su propio Grammy.
Pasé una mano por mi rostro y me esforcé por mantener la calma.
—Solo… necesito espacio. En cuanto entregue el libro volveré a visitarlos.
—Ajá. —La pausa que siguió fue tan significativa que casi pude oír cómo se cruzaba de brazos al otro lado del país—. No quiero entrometerme, pero… ¿tienes amigos allí?
Me quedé pensando.
¿Amigos? Bueno… tenía una especie de compañero de convivencia que hablaba demasiado, pedía tacos a medianoche y creía que Hugh Grant era una figura filosófica subestimada. Técnicamente eso contaba como amistad, ¿no?
—Sí —dije al fin, con toda la seguridad que no sentía.
—Qué bueno, me alegra. No quiero imaginarte sola en esa ciudad enorme. Ya sabes cómo son esas películas, la gente se muda a Los Ángeles y termina uniéndose a una secta con personas veganas que visten de blanco y hacen rituales.
—Tranquila, mamá —dije, con una sonrisa —. Si empiezo a renunciar al queso, te lo haré saber.
Ella suspiró.
—Solo me preocupa que te sobrecargues. Te obsesionas tanto con tu escritura que olvidas comer, dormir… o tener vida social.
—Estoy viviendo, mamá. Mucho. Demasiado, incluso —respondí, forzando una sonrisa, aunque ella no pudiera verla.
—Me alegra oírlo, cariño. —Hizo una pausa —. Tarzia vino a preguntar por ti.
El aire se me atascó en la garganta.
—¿Qué?
—Vino al principio de la semana, el miercoles y otra vez ayer. Dijo que te escribió muchas veces, que te llamó, y que estás desaparecida. Estaba preocupada.
Cerré los ojos, apretando los labios.
Claro que lo había hecho. Tarzia siempre había sido la clase de persona que insistía. Y yo… la clase de persona que no sabía cómo enfrentarla.
No le había respondido ni un solo mensaje desde que salí de Ohio. Ni uno.
Y no porque no quisiera verla. Sino porque no tenía idea de cómo mirar a los ojos a mi mejor amiga sabiendo que ambas nos enamoramos y fuimos engañadas por el mismo hombre.
Los dos habían llamado varias veces, Tarzia y Brett, uno con su voz dulce y confusa, el otro con su descaro y su eterna capacidad para manipular. Pero yo simplemente… no podía. Cada vez que veía sus nombres en la pantalla, sentía que el aire se volvía demasiado pesado, como si mis propios recuerdos me aplastaran el pecho.
—Ah, ¿sí? —logré decir, fingiendo normalidad.
—¿No le dijiste que te irías a Los Ángeles a tu mejor amiga? —preguntó mamá, en ese tono dulce que usaba antes de lanzar un golpe bajo.
—Yo… —me quedé en blanco, lo cual era irónico, porque era escritora, y supuestamente las palabras eran mi especialidad—. Quería mantenerlo en privado. Ya sabes… por si todo salía mal.
—Está preocupada —continuó mamá, con voz neutra pero cargada de curiosidad—. Me preguntó si estabas bien, si te habías mudado al Tíbet o si te habían abducido extraterrestres. Dice que no contestas sus mensajes.
Me mordí el interior de la mejilla. La imaginé allí, frente a mi casa en Ohio, con su sonrisa dulce y esa forma tan genuina de preocuparse. Y sentí la punzada. Porque lo peor era que Tarzia no tenía idea de que yo sabía que ella estaba con Brett.
Y ella no tenía idea de que yo llevaba años en una relación clandestina con él.
—He estado… desconectada —dije, intentando mantener la voz estable.
—Cariño —replicó mamá, con ternura—, las verdaderas amigas se extrañan. Tal vez deberías llamarla.
Claro. Tal vez también debería pedirle al universo que me devuelva los años de terapia que me va a costar ese tema.
—Sí, lo pensaré —dije rápido.
—Bueno. No te presiono. Solo… no te encierres tanto, ¿sí? Me preocupa que allá estés sola.