ORIANE
El milagro había ocurrido.
Después de semanas de café, insomnio y crisis frente al ordenador, mi novela tenía principio, medio y casi un final. Casi. Solo me faltaban cuatro capítulos y un epilogo que, con suerte, se me ocurriría antes de morir de agotamiento o convertirme en estatua frente al escritorio.
Por primera vez en días, me sentía… feliz. Y eso, viniendo de mí, era algo difícil de ver últimamente.
Decidí celebrarlo como una adulta… preparando desayuno. Bueno, intentando preparar desayuno. La idea estaba ahí: café, pancakes, algo de fruta, y tal vez sorprender a Sebastián. O al menos devolverle el gesto por todas las veces que trajo comida cuando yo, en un arrebato de inspiración, olvidaba que los humanos necesitamos alimentarnos para seguir vivos.
Así que me até el cabello, puse música y saqué todo lo que parecía remotamente útil de la alacena: harina, huevos, leche, optimismo. Todo.
Y entonces lo vi.
Sebastián.
Dormido en el sofá.
Con el torso desnudo.
No sé qué tipo de genética poseía ese hombre, pero no era humana.
El sol entraba por la ventana e iluminaba su piel bronceada, esa línea de su mandíbula relajada, el mechón rebelde que caía sobre su frente.
Tragué saliva. Dos veces.
No lo mires, Oriane.
No lo mires.
Bueno… tal vez solo un poco.
Suspiré, dándome la vuelta. No era mi culpa que su existencia tuviera el descaro de interrumpir mis pensamientos más profesionales.
—Muy bien, Rhodes —me dije en voz baja—. Piensa en pancakes, no en cosas sucias.
La sartén chilló cuando la puse sobre el fuego. La manteca se derritió, la harina voló por los aires, y en algún punto derramé la mitad de la mezcla sobre la mesada.
Y claro, justo en ese momento, él decidió despertarse.
—¿Estás atacando a la cocina o cocinando? —preguntó con voz ronca, arrastrando las palabras mientras se frotaba los ojos.
Su voz matutina debía ser ilegal.
Se reincorporo, despeinado, con pantalones de chándal y la voz ronca que no te permitía decidir si era adorable o insoportable.
—Estoy de muy buen humor hoy —respondí—. Me quedan solo cuatro capítulos para terminar, así que decidí recompensar a mi creatividad con pancakes.
Sebastián se acercó y, sin siquiera pedir permiso, me quitó la espátula de las manos.
—Déjame ayudarte. Soy un experto en pancakes.
—No necesito ayuda.
—Claro que sí. Siempre necesitas ayuda. Solo que no lo admites porque arruinaría tu imagen de mujer perfectamente autosuficiente.
—Cállate.
—A tus órdenes, jefa.
Por supuesto, no se calló.
En cambio, empezó a cantar. Cantar. Algo entre un jingle publicitario y una balada de amor mal compuesta:
—Oriane y sus pancakes mágicos, que salvarán al mundo del hambre y la depresión…
Lo fulminé con la mirada.
—Sebastián, te juro que, si sigues, te meto esa cuchara en el ojo.
—Qué violencia desde tan temprano —replicó, fingiendo inocencia—. Debe ser el hambre.
En un giro de trama que ni Quentin Tarantino habría anticipado, la harina voló por el aire y terminó estallando en mi cara. Literalmente.
—¡Mierda! —grité, escupiendo harina. Él levantó las manos, inocente como un niño con dinamita.
—Ups. Fue un accidente.
—¿Accidente? —espeté —. Te voy a matar.
—Promesas, promesas… —repitió, acercándose peligrosamente mientras se reía.
Antes de que pudiera esquivarlo, me salpicó de nuevo.
—¿Eso fue un accidente también?
—Depende. ¿Te estás riendo? —contestó, inclinando la cabeza con esa maldita sonrisa torcida.
—No —mentí descaradamente.
—Entonces sí. Fue a propósito.
Le lancé un puñado de harina. Fue instintivo, terapéutico y absolutamente satisfactorio.
Lo esquivó, porque claro, tenía reflejos de actor entrenado para escenas de acción ridículas, y en menos de un segundo me rodeó por la cintura.
Y ahí. Ahí se detuvo el planeta.
Sus brazos estaban firmes. Su torso… bueno, digamos que demasiado cerca para la salud mental. Estaba caliente, sólido, con ese tipo de cuerpo que no se consigue en gimnasios normales sino en contratos con el mismísimo demonio.
Y olía… olía a café, perfume de hombre y pecado.
Su risa se fue apagando hasta quedar en silencio, y la única banda sonora fue mi corazón tratando de recordar cómo se respiraba.
—Creo que…
—Hacemos un buen trabajo en equipo. —Sus dedos presionaron apenas, como si se negara a soltarme—. Te queda bien la harina. Te ves adorable.
¿Adorable?
Palabra prohibida.
Categóricamente inaceptable.
—No uses ese tono —le advertí, tratando de apartarme.
—¿Qué tono? —preguntó, fingiendo inocencia mientras su voz sonaba a quiero besarte.
El maldito sabía lo que hacía.
Y yo sabía que debía empujarlo. Que debía apartarme, recuperar el control, recitar mentalmente los diez motivos por los que el romance era una distracción inútil y peligrosa.
Pero no lo hice.
Porque su respiración era cálida contra mi cuello, y mi cerebro decidió que era un excelente momento para dejar de funcionar.
―Oriane… ―susurró él, con una voz ultra seductora.
―¿Si?
—Tus pancakes se están quemando.
—¡Los pancakes! —exclamé, apartándome como si el contacto hubiera quemado.
—Déjame, yo lo soluciono —rió, dándose la vuelta para rescatar la catástrofe. El humo subió como un aplauso del universo a mi vergüenza.
—Se quemaron.
—Solo algunos —contestó él, con la espátula en alto y la frente salpicada de harina—, están… crujientes.
Lo miré, evaluando la catástrofe culinaria con la misma seriedad con la que juzgaría un manuscrito mal editado.
—Sebastián, eso no está crujiente. Eso es carbón.
Él ladeó la cabeza y asintió.
—Podemos hacer más.