Roomies Por Accidente

CAPITULO | 15 |

SEBASTIAN

Margaret se había pasado de la raya. Y no solo un poco: había cruzado la frontera, construido una casa y plantado una bandera.
Sospechaba que había aparecido en mi edificio solo para comprobar si era cierto eso de que tenía una novia y vivía con ella.

¿Por qué stalkear discretamente en Instagram cuando puedes hacerlo en persona?

Había venido a confirmar que Oriane era real.
Que yo no estaba mintiendo. Por suerte para la integridad de mis órganos vitales para la reproducción, Oriane resultó ser mejor actriz que yo. En serio, la mujer podía ganarse un Óscar si la categoría “novia fingida con tendencia homicida” existiera.

Incluso parecía celosa cuando Mags me pidió que la acompañara a la fiesta.
Solo levantó una ceja. Una. Pero esa ceja decía cosas. Cosas aterradoras. Muy aterradoras.

Quizá yo le gustaba, aunque nunca lo admitiría. Era demasiado orgullosa, demasiado Oriane para admitir que se moría por mis huesitos. La mujer podía escribir cien páginas sobre amor, deseo y relaciones entre personajes… pero admitir que sentía algo por mí sería, para ella, un crimen de lesa humanidad.

Mientras me acomodaba la camisa, no pude evitar sonreír recordando la escena. Porque, bueno… yo casi me orine en mis jodidos pantalones, mientras Mags intentaba provocar a Oriane con sonrisas falsas e indirectas tontas de mujer inmadura… pero Oriane. Ella solo cruzo los brazos, frunció el ceño y realizo la mejor interpretación de novia celosa.

Si alguien hubiese estado grabando, Netflix habría hecho una serie al día siguiente.

Sea como sea, había algo seguro: Si Oriane Rhodes llegaba a admitir que yo le gustaba, el mundo probablemente dejaría de girar. Y, honestamente, si ese era el precio por escucharla decirlo… estaba dispuesto a correr el riesgo.

Me acerqué a la puerta del baño y toqué suavemente, intentando contener la risa.

—¿Estás viva ahí dentro? —pregunté, en tono burlón—. Llevas una eternidad.

Del otro lado, un gruñido.

—¡No me presiones! —respondió Oriane, claramente al borde de un colapso —. ¡Estoy terminando de maquillarme!

Me apoyé contra el marco, sonriendo.

—¿Terminando o comenzando de nuevo desde cero? Porque hace treinta minutos me dijiste lo mismo.

—Sebastián, te juro por Dios… —dijo, con esa voz de amenaza—, si vuelves a decir una palabra, vas a ir al evento con una ceja menos.

—Mira, no quiero presionarte, pero vendrán a buscarnos en quince minutos. No necesitas tanto maquillaje. Mírame a mí, yo lo hice rápido.

—No es mi culpa que tú seas un desprolijo y hayas tardado solo dos minutos en arreglarte. Yo…―hizo una pausa ―, soy una chica. Necesito más tiempo.

Miré mi reflejo en el espejo del pasillo y, sinceramente, me habría dado un diez. Pantalón negro, camisa abierta hasta donde el decoro y la decencia me lo permitían, sonrisa de actor en rehabilitación y ese rostro que, con toda modestia, podría revivir el amor de cualquier fanática.

—Oye —dije, girándome hacia la puerta del baño—, estoy objetivamente irresistible. La mitad de Los Ángeles estaría agradecida de verme así.

—Cállate. Me distraes.

Negué con la cabeza y me dejé caer en el sillón.

Encendí la televisión y empecé a hacer zapping sin prestar atención. En realidad, esperaba. O más bien, me preparaba psicológicamente. Cuando Oriane Rhodes decía “ya salgo”, lo que quería decir era “tienes tiempo de ver una película entera y pedir pizza”.

Hasta que, de repente, la puerta del baño se abrió.

Y me quedé mudo. Literalmente.

Mi cerebro sufrió un cortocircuito y olvidó cómo funcionar.

Ella estaba…

Dios santo.

Perfecta.

Estaba ahí, en medio de la sala, con la vestimenta ajustándose en todos los lugares correctos y ese brillo en la piel que ninguna cámara podría capturar haciéndole justicia. El vestido negro caía justo en el punto exacto entre ser elegante y sumamente mortal. Su cabello rubio, suelto y precioso. Y el maquillaje… no, el maquillaje era un crimen, porque ningún ser humano tenía derecho a verse así de bien.

Y luego estaban esos labios. Rojos. Brillantes. Hipnóticos.

Mierda. Mi cuerpo entero se paralizó.

—¿Qué? —preguntó, arqueando una ceja —. ¿Por qué me miras así? ¿Sucede algo?

—No… —tosí, tratando de no sonar como un idiota—. No pasa nada. Es solo que… wow.

Qué elocuente, Sebastián. Premio al mejor guion original.

—¿Wow? —repitió, cruzándose de brazos.

—Sí. Increíble. Me dejaste sin habla.

Rodó los ojos, aunque las comisuras de sus labios se curvaron apenas.

—Ponte la chaqueta, Casanova. Nos vamos.

—Sí, claro —respondí, poniéndome de pie, todavía aturdido—. Pero por favor, avísame la próxima vez que planees salir así. Tengo que preparar a mi sistema nervioso.

Ella me miró por encima del hombro, sonrojada.

—Deja de dramatizar. No es para tanto.

—No, en serio —continué, incapaz de detenerme—. Si te ves así en todos los eventos, deberías venir con una advertencia. Provocarás infartos.

—Y tú deberías venir con un botón de silencio —replicó, alisándose el vestido frente al espejo—. ¿Nos vamos o vas a seguir adulándome como un ridículo?

Bien. A ella le ponía nerviosa la adulación. Anotado. Me reí, perturbado, intentando fingir normalidad mientras buscaba mi cartera.

—Solo digo que, si alguien muere esta noche, no va a ser por el cóctel del evento. Va a ser por verte entrar así.

Ella rodó los ojos, pero juraría que sonrió. Apenas, apenas. Lo suficiente.

El ascensor tardaba una eternidad. Oriane estaba a mi lado, impecable, oliendo a perfume delicioso, mientras yo trataba de no parecer un adolescente con un crush monumental por la rubia sexy con la que vivía.

—¿Siempre tarda tanto este ascensor? —preguntó, mirando su reflejo en las puertas metálicas.




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