Roomies Por Accidente

CAPITULO | 16 |

ORIANE

Yo lo había besado.
Sí. Lo había besado.
Con mis propios labios, mi propio cerebro disfuncional y nada de planificación consciente.

¿Por qué mierda lo hice? Oh, dios… estoy vuelta una idiota.

Y lo peor no era eso.
Lo peor era que me había gustado.
Mucho. Demasiado.
Como “quiero renunciar a mis principios y al odio que le tengo a todos los hombres” demasiado.

Y ahora, mientras Sebastián hablaba con productores de HBO y sonreía como si no acabara de reescribir todo mi papel de mujer odiada con el género masculino con un solo beso, yo estaba atrapada en un bucle de humillación y atracción de alto voltaje.

Para empeorar las cosas, la arpía esa parecía haber tomado más valor después de ese beso. Flotaba alrededor de Sebastián con su vestido ajustado, su sonrisa de guasón y esa risa falsa que me hacía querer lanzar algo contundente.

Y, por supuesto, Sebastián… seguía tan tranquilo.

Sonriente. Encantador. Profesional.

Yo, en cambio, estaba al borde de cometer un homicidio demasiado agresivo con un canapé de salmón. La veía acercarse cada vez más y, honestamente, tuve la fantasía fugaz de tirarle uno directo al escote para que pasara la noche oliendo a pescado en mal estado.

Inspiré.

Conté hasta diez.

Recordé que el asesinato no era una estrategia viable de relaciones públicas cuando pretendes ser una escritora famosa.

Tomé una copa de vino y me refugié en el rincón más alejado de la sala, fingiendo que revisaba mi teléfono mientras trataba de borrar la imagen mental del beso.

Ese maldito beso.

Y ahora, cada vez que lo miraba, solo podía pensar en una cosa.

Ni en su carrera, ni en mi libro. Ni siquiera en la maldita Mags.

Solo en la forma en que me había devuelto el beso.

—¿Está tan feo? —preguntó una voz masculina a mi lado.

Giré la cabeza y encontré a un hombre elegante, probablemente en sus cuarenta y tantos. Traje perfectamente entallado, sonrisa encantadora y unos ojos turquesa tan brillantes que podían distraer hasta a un cerebro en crisis.

—¿Disculpe? —pregunté, parpadeando.

—El vino —repitió él, señalando mi copa —. Su expresión… parece la de alguien que acaba de probar algo en mal estado.

—No es el vino lo que me tiene con esta cara —respondí, tomando otro trago—. Son las… oportunistas.

El hombre rió.

—Estas en el lugar equivocado. Las oportunistas suelen ser inevitables en este ambiente —dijo, alzando la copa—. Aunque algunas saben disimularlo bien, pero están allí, camufladas.

—Algunas ni siquiera intentan disimular—repliqué, dándole un sorbo al vino.

No sabía quién era el desconocido, pero al menos me servía para distraerme del hecho de que acababa de besar a mi compañero de piso. En público. Y que, para mi desgracia, había sido espectacular.

Él ladeó la cabeza, observándome con curiosidad y diversión.

—Tú no pareces del tipo que se deja eclipsar fácilmente por alguien… oportunista. Asumo que la oportunista en cuestión compite contigo por algún papel.

—No —respondí, con una sonrisa cortante—. No estoy aquí por ningún papel.

—Entonces, ¿por qué esa cara de querer cometer un crimen menor? —preguntó, girando su copa de vino entre los dedos.

—Porque mi… compañero está siendo devorado, públicamente, por una versión humana de Cruella de Vil con extensiones y bronceado en spray —dije antes de que mi sentido común lograra taparme la boca.

Quizá era el vino hablando por mí, o era mi molestia, pero el hombre me inspiraba confianza.

Es el vino, Oriane.

El hombre soltó una carcajada, una de esas genuinas, que atraen miradas alrededor.

—Ah… un triángulo amoroso. Siempre hay uno. —Su expresión se volvió más inquisitiva—. ¿Y tú eres… la novia o la competencia?

—Depende del ángulo desde el que se mire —contesté, encogiéndome de hombros—. Técnicamente, soy su novia.

—¿Técnicamente?

—Es algo… reciente. Demasiado reciente —improvisé, sintiendo cómo mi dignidad se arrojaba desde un décimo piso.

Una bandeja pasó cerca, y deposité mi copa vacía para tomar otra llena. Si iba a seguir mintiendo, al menos lo haría bien hidratada.

—No le recomendaría seguir bebiendo cuando se está mal de amores, señorita…

—Rhodes —dije, girando la copa entre mis dedos—. Oriane Rhodes.
Y no estoy mal de amores.

—¿No? —preguntó, con una ceja arqueada.

—No. Ya tuve una de esas historias. —Suspiré, mirándolo de frente—.
Y me prometí a mí misma que no iba a involucrarme lo suficiente con otra persona como para permitirle romperme el corazón.

Él me sostuvo la mirada, con curiosidad y algo de ternura que me incomodó más de lo que esperaba. Porque no. No iba a volver a caer. Tenía que ser muy tonta como para engancharme otra vez con alguien que obviamente iba a romperme el corazón de pollo que tenía dentro de mí.

Si. De pollo. De pollo amarillo y medio idiota.

—Si me permite el consejo, señorita Rhodes… el problema de evitar sentir es que igual terminas sintiendo. Y más fuerte.

Rodé los ojos.

—Eso no va a sucederme. No, no. Mi corazón ahora tiene protocolo de acceso restringido, contraseña y alarma incorporada. No voy a caer otra vez. El género masculino está vetado de mi vida por unos años. Al menos hasta que mi carrera esté consolidada.

—Si usted lo dice… —replicó, divertido—. Entonces, si no está aquí por un papel o una oportunidad, ¿por qué está aquí?

Tomé aire y decidí hundirme con estilo.

—Acompaño a Sebastián FitzGerald. Soy su… novia.

Él sonrió, complacido.

—Oh, excelente actor. El verano de los cerezos es una de mis películas favoritas.

Perfecto. Otra persona más que vio la famosa película. Parecía que todo el mundo la había visto menos yo. Honestamente, iba a empezar a sospechar que la pasaban como material educativo en las escuelas.




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