SEBASTIAN
Llegamos a la cafetería y el sol californiano parecía estar de buen humor, porque no estaba tan fuerte como los días anteriores. Elegí una mesa de afuera, justo frente al muelle de Santa Mónica. El olor a café se mezclaba con el del mar, y por un instante pensé que, si mi vida fuera una película, este sería el momento en que la voz en off dice algo como “todo estaba a punto de complicarse”.
Pablo se dejó caer frente a mí, dejando sus cuadernos sobre la mesa con un golpe sordo.
—Bueno, a ver… ¿cómo es eso de que tú y tu compañera están juntos?
—Algo así. —Me encogí de hombros, removiendo el café con la cucharita—. No es tan oficial.
Pablo arqueó una ceja.
—Ella parecía convencida de que sí.
—Estamos fingiendo, ¿ok? —admití, bajando un poco la voz porque no necesitaba que medio Santa Mónica se enterara—. Ella me ayuda a mantener a Mags lejos.
Pablo me miró en silencio unos segundos… y después estalló en una carcajada tan grande que una pareja en la mesa de al lado casi derrama el latte.
―¿Crees que ella te mantendrá alejada de la loca del compromiso?
—En realidad… —suspiré, masajeándome la frente — ella me gusta de verdad.
Pablo dejó de reír y me miró fijo. Después hizo una mueca que combinaba horror, fascinación y ganas de volver a reírse.
―¡No me jodas!
—Tiene ese aire de “no me importa nada”, pero luego dice algo, o sonríe, y de repente… —me encogí de hombros.
—Qué ASCO, Sebastián. —Pablo se llevó una mano al pecho e hizo una mueca—. Estás diciendo algo empalagoso. A las diez de la mañana. En público. En mi presencia.
—Vete a la mierda —murmuré, pero me ardían las orejas.
—No puedo. Estoy demasiado ocupado procesando que mi amigo mujeriego e incapaz de mantener relaciones estables está enamorándose de su roommate.
—No dije enamorándome —corregí, lanzándole una servilleta a la cara—. Dije que me gusta. Gustar. Verbo básico. No exageres.
Él atrapó la servilleta sin dejar de sonreír como un idiota.
—Sí, sí, claro. Primer escalón en la escalera hacia el amor verdadero.
—Déjame en paz.
—No puedo. —Se inclinó hacia mí, conspirador—. Necesito saber más. ¿Desde cuándo? ¿Cuándo pasó? ¿Qué hizo? ¿Te tocó? ¿Te sonrió? ¿Dijo tu nombre? ¿Respiró cerca tuyo?
—Hoy te levantaste más idiota que de costumbre… —dije, señalando los cuadernos—. ¿Esos son mis libretos?
—Los de la primera semana, príncipe de corazones.
Negué con la cabeza y empecé a hojearlos. Quería meter algo de texto en mi cerebro antes del repaso con el elenco. Quería concentrarme. Quería recordar que tenía una carrera que retomar, pero era muy difícil concentrarse cuando Pablo me miraba como si yo fuera un episodio de reality que él esperaba desde hacía meses.
—A ver si entendí bien —dijo, con el ceño fruncido y tono de detective frustrado—. ¿Por qué Oriane le dijo a su amiga que tú eras su novio? ¿Por qué no decirle la verdad?
Suspiré.
—Su amistad es… complicada. No entiendo todos los detalles. —Me acomodé el cabello, incómodo—. Oriane salía con un tipo y su amiga no lo sabía. Y luego encontró a su novio besando a la tal Tarzia. Obviamente se sintió traicionada.
Pablo abrió los ojos como si hubiese visto un accidente en vivo.
—Qué mierda de situación.
—Sí. —Pasé una página del guion sin leer nada—. Oriane salió corriendo de Ohio porque no quería enfrentarla… supongo que dijo lo de “novio” para no revivir todo ese desastre otra vez.
Pablo soltó un resoplido.
—No entiendo nada. Absolutamente nada.
—Yo tampoco —admití—. Pero no quiero meterme en eso.
Él apoyó su café en la mesa.
—Escúchame. ¿Cuándo termina ese contrato que tienen? Porque la amiga… —hizo un gesto con la mano, enfatizando— venía con una maleta gigantesca. De esas que dicen “me voy a quedar más de una semana y voy a mover tus cosas mientras duermes”.
Hice una mueca.
—Eran cuatro semanas. Ese es el plazo que nos dio la inmobiliaria para encontrar dos apartamentos separados. Creo que se cumplen la otra semana.
Pablo dejó caer los hombros.
—Ah… —alzó una ceja, lenta, muy lenta—. O sea que ya no vas a vivir con tu enamorada. Solo te quedan unos días.
Su forma de decirlo me golpeó en el pecho como una patada.
No había pensado en eso.
No había pensado en nada de eso.
Mierda.
Mierda.
Maldición, mierda.
El guion frente a mí dejó de tener letras y se convirtió en un borrón.
La imagen me golpeó sin pedir permiso: El loft sin su risa en las mañanas. La cocina sin ella quejándose del café. El sillón… sin su rodilla metiéndose en mi espacio personal.
El silencio.
El maldito silencio.
—No había pensado en eso —repetí en voz baja, como un imbécil que recién descubre que el hielo es frío.
Pablo me miró un segundo y luego sonrió.
—Hermano… —se inclinó hacia adelante— estás jodidísimo.
Yo solo hundí la cara entre mis manos.
Porque tenía razón.
Estaba jodido.
Y tenia una fecha de vencimiento persiguiéndome los talones.
Y recién ahora me daba cuenta.
—Entonces… —dijo, dándole un sorbo a su café— ¿qué vas a hacer?
—¿Cómo que qué voy a hacer? —resoplé—. No puedo hacer nada. Fue su sueño venir aquí. No voy a arruinar nada por mis… —me interrumpí, apretando la mandíbula— …sentimientos estúpidos.
—Ah, sí. Súper estúpidos. —Pablo asintió— Tan estúpidos que te estás quedando sin aire desde que te lo mencioné.
—No estoy sin aire.
—Claro que sí. Estás respirando como si hubieras subido el Monte Everest con zapatos incómodos.
Lo miré fijo.
—Pablo… hoy te levantaste muy exagerado.
—Está bien, está bien. Vamos a fingir que no estás totalmente perdido por ella. ¿Qué vas a hacer cuando ya no vivan juntos?