ORIANE
Tarzia realmente se estaba pasando.
No era un “se está pasando un poquito”. No.
Se estaba pasando al nivel “si sonríe así otra vez, voy a aprender técnicas ancestrales de artes marciales solo para aplicarlas en su cara”.
Desde el primer segundo en que se sentó en la cena se había adueñado todo. Del aire, de la luz y, por supuesto, de Sebastián. Reía de absolutamente todo lo que él decía, incluso de cosas que no eran chistes. Como la anécdota de los panqueques quemados. ¿Quién se reía de panqueques quemados? ¿Quién consideraba eso material de comedia? Pues Tarzia.
Y lo peor no era la risa.
No, lo peor era cómo lo miraba.
Como si él fuera un postre prohibido servido justo cuando estabas a dieta, como si existiera solo para ser saboreado por ella. Y eso, para mi sorpresa absoluta y aterradora, me estaba irritando. Mucho más de lo que me había irritado jamás verla besándose con Brett. Supongo que porque en ese entonces yo ya estaba acostumbrada a que Brett eligiera a cualquiera que no fuera yo. Pero Sebastián… Sebastián era distinto. O yo era distinta con él. O había demasiado vino involucrado. O todo junto.
También era irritante que Tarzia estuviera recitando elogios sobre la maldita película de los cerezos como si hubiese sido seleccionada para representar a los cinéfilos en las Naciones Unidas.
—Tu actuación fue increíble, Sebastián —dijo, tocándole el brazo con esa forma suya de tocar que parecía accidental, pero no lo era ni por asomo—. Increíble. Me cambió la vida.
Me cambió la vida.
¿Otra vez?
¿Otra persona cuya vida había cambiado por esa maldita película? Yo ya necesitaba verla, no para apreciar el arte, sino para entender qué tipo de poder sobrenatural habían puesto en ese guion que convertía a todos los que la veían en fanáticos devotos.
Pero más que irritación, lo que sentí fue esa punzada incómoda y pegajosa, recordándome constantemente que había partes de mí que aún eran inseguras frente a ella. Porque mientras ella hablaba como si Sebastián fuera su nueva obsesión, yo me quedé silenciosa, con los dedos crispados bajo la mesa, intentando no parecer tan obvia. Y es que no quería admitirlo, pero había algo dentro de mí que ardía feo. Algo que había estado dormido desde Ohio. Algo que se llamaba celos. Y que me caía fatal.
Tenía que escribir.
Ese era el plan. Esa era la razón por la que había venido a Los Ángeles: absorber arte, crecer, convertirme en la profesional que siempre imaginé ser, y terminar mi libro. Pero ahora estaba ahí, otra vez con el documento en blanco. Tres capítulos pendientes. Tres. Y en lugar de concentrarme, solo podía pensar en la forma en que Tarzia se inclinaba hacia Sebastián como si estuviera a punto de pedirle que le firmara un contrato matrimonial.
Me odié por sentirlo.
Porque yo no era ese tipo de mujer. No era de las que competían, no era de las que medían territorios, no era de las que se enredaban en esas cosas. Había huido de Ohio en silencio, sin drama, sin discusiones, sin pelear por Brett. Porque sentía que no valía la pena y no quería rebajarme. Porque dejar ir siempre había sido más fácil que explicar por qué me habían lastimado tanto.
Pero esto… esto era distinto.
Porque Sebastián no era Brett.
Sebastián era una mentira que se me había metido bajo la piel. Era una broma que se había vuelto demasiado real. Era una distracción que terminaba haciéndome sentir cosas que yo no tenía planeado sentir por nadie. Y menos por alguien como él: encantador, torpe, dulce, seductor, y emocionalmente disponible de una forma extraña que me sacudía sin permiso.
Mientras veía a Tarzia sonreírle como si fuera una aspiradora de energía vital, sentí algo horrible, incómodo y desesperante: yo quería tener su atención.
Yo.
Y eso me aterraba.
Porque si me importaba que Tarzia lo mirara así, significaba que había algo dentro de mí estaba cayendo y no queria. No estaba lista para que volvieran a romperme.
Así que me refugié en la habitación, en mi laptop, respirando hondo, tratando de hacer que mis pensamientos regresaran a donde deberían estar: en mi libro, en mis personajes, en mi carrera… no en el hombre de la camisa blanca que no era realmente mi novio.
Pero cada vez que intentaba escribir, la imagen volvía: Sebastián escuchando lo que decía Tarzia. Ella, tocándole el brazo y riendo; y yo, sintiendo que quería arrancarme el corazón y reemplazarlo con una piedra.
Sebastián apareció en la habitación, tranquilo y relajado, lo cual parecía un insulto directo a mi sistema nervioso. Dejó el móvil sobre la mesa de noche y empezó a desabotonarse la camisa.
Yo pestañeé, incrédula.
—¿Terminando los capítulos? —preguntó, así como si nada, sin percatarse que estaba a punto de cometer un acto que debía venir con una clasificación para adultos.
Me quedé con los dedos suspendidos sobre el teclado.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, aunque por lo estaba viendo claramente sabía la respuesta.
—Me acomodo para dormir —respondió, como si fuera lo más normal del mundo. Como si él no existiera en un cuerpo digno de exposición en un museo. El imbécil terminó de abrir la camisa y se la sacó, dejándola caer al suelo.
Se me secó la boca.
—¿Tiene que ser sin… camiseta?
Él frunció una ceja, divertido.
—¿Tienes miedo de tentarte?
El descaro. El descaro.
Cualquier mujer le habría arrojado algo. Pero yo no. Yo tenía lógica y tenía cerebro… supuestamente.
—No seas ridículo —resoplé, enderezando la espalda—. ¿Qué soy… un animal? Tengo completa facultad de mis funcio…
Me quedé muda.
Literalmente muda.
Porque en ese instante exacto, ese condenado hombre decidió bajarse los pantalones. Así, sin ritmo lento, sin tacto y sin maldita misericordia. Un segundo tenía jeans, y al siguiente… ropa interior.