SEBASTIAN
La amiga de Oriane era realmente insoportable.
Lo supe desde el instante en que Pablo, el mismo tipo que sería capaz de vender su alma, su dignidad y probablemente un riñón con tal de llevarse a la cama a una mujer hermosa, apoyó la frente contra la ventana del carro y murmuró:
—Juro que me tiro si vuelve a hablar.
Era un Audi, no una limusina. Con suerte, hubiera quedado colgado como un adorno navideño. Pero aun así, lo entendía. Porque si Pablo estaba a punto de perder la cabeza, yo estaba a punto de abrir la puerta y dejar rodar a Tarzia por la autopista como una valija olvidada.
—¿Tú crees que habrá estrellas de Hollywood famosas? —preguntó ella desde el asiento de atrás, por tercera vez en cinco minutos.
Ignoré la pregunta. La ignoré porque no la soportaba y porque no entendía cómo una persona como ella había tenido el privilegio cósmico de ser amiga de mi Oriane.
Y tampoco entendía cómo Oriane no la había puesto en su maldito lugar. Aunque… viendo cómo su párpado derecho ya empezaba a temblar, sabía que no faltaba demasiado para que la mandara de una patada de vuelta a Ohio.
—Seguramente —respondió Pablo, respirando hondo—. Aunque la serie buscaba artistas emergentes. Fue decisión del autor.
—Pero… Sebastián es un actor profesional —insistió ella, apoyando una mano en mi hombro como si fuésemos amigos.
Me tensé como si me hubiera tocado un reptil venenoso.
—Sí —dije forzando una sonrisa—. Profesional. Infantil. Hace mucho no soy protagonista.
—Ay, por favor —dijo, dándome un golpecito en el hombro que me hizo desear una ducha de desinfectante—. Yo creo que lo harás increíble. Esto podría devolverte a la cima. ¿No estás emocionado?
Estaba emocionado, sí. Y estaría mil veces más si NO estuviera con la mujer que más detestaba desde que aprendí a leer y mi maestra me golpeaba con la regla por no saber cómo se pronunciaba la N con la A.
Pablo me dio un codazo.
—Además —continuó ella, acomodándose el cabello como si estuviera frente a una cámara—, debe ser lindo para Oriane que estés volviendo a ser famoso. Seguro la ayuda a ella también, con toda su… carrera de escritora, ¿no?
Yo parpadeé.
—Perdón… ¿qué? —pregunté con la voz más calmada que pude.
—Sí, o sea —agitó la mano como si nada importara—, si tú eres un actor famoso otra vez, será como… útil para ella. Publicidad gratis.
Mi mandíbula se tensó.
Porque ahí estaba. Ella en realidad no valoraba a Oriane ni una décima parte de lo que fingía.
—Para tu información —dije, girándome apenas para verla por encima del hombro—, Oriane no necesita que yo brille para brillar ella. Ella ya es la talentosa de la casa.
Su rostro se congeló un segundo, como si hubiera escuchado algo que no coincidía con su universo mental.
—Claro, claro —mintió—. Solo digo que podría ser beneficioso.
Pablo soltó un bufido cercano a la risa. Yo no. Yo respiraba profundo, contando hasta diez, porque si le decía lo que realmente pensaba, terminaría bajándola en medio de Santa Mónica para que hiciera autostop.
—Además —añadió ella con ese tono dulce que me daba alergia—, ya que ustedes dos viven juntos… supongo que eso también ayuda a la inspiración de ella. Aunque… —sonrió, la muy diabla—, nunca entendí cómo terminaste de roomie con alguien tan… intensa. Yo voy unos días y te juro que quiero suicidarme.
Y ahí, mi control se evaporó como el perfume barato que probablemente usaba el imbécil de Brett.
Levanté la mirada hacia el parabrisas.
—Estar con ella me gusta —solté. Y sí, fue un disparo directo a su ego—. En cambio, convivir contigo es una tortura.
Pablo me pateó el tobillo por debajo del asiento, probablemente intentando salvar mi carrera, mi vida social o nuestra entrada a la fiesta. Yo lo pateé de vuelta, porque era coherente de mis decisiones pésimas.
—Es que… bueno… —titubeó ella, sorprendentemente menos brillante que hace cinco segundos— discutir con Oriane me pone de mal humor. Prometo ser más divertida esta noche, cariño.
Ahí sí giré el cuello hacia ella, lento, muy lento, para que el mensaje quedara claro.
—Hazme un favor —dije, con voz baja, tranquila y muy no-tranquila—. No me digas así.
Ella abrió la boca, sorprendida. Pablo se hizo el que revisaba mensajes imaginarios porque no quería estar en una escena de crimen.
Tarzia, finalmente, soltó una risita débil.
—Bueno… como quieras. Yo solo intento integrarme.
Integrarse, claro.
A mi cama.
Yo me acomodé en el asiento, mirando por la ventana, porque prefería mirar el tránsito que seguir escuchándola. Porque prefería pensar en Oriane escribiendo furiosa, mordiendo la tapa de una lapicera, antes que seguir soportando a esta versión low-cost de una mejor amiga.
Y porque, maldita sea, si Oriane escuchaba a Tarzia decir “cariño”, incendiaba California. Y yo le sostenía el encendedor.
—Bueno —dijo finalmente Tarzia, fingiendo inocencia—. Entonces supongo que hoy te toca brillar doble. Por ti… y por ella.
Rodé los ojos.
Y así, con mi paciencia colgando de un hilo y mi amor propio tambaleándose, llegamos a la fiesta.
La camioneta giró por el camino privado y yo… no me sorprendí. Había estado en mil casas como esa. Mansiones, villas, propiedades que costaban más que el PIB de países enteros. Casas donde la gente coleccionaba esculturas porque sí, o porque quedaban bien o solo por capricho.
Esta no era la excepción.
—Wow… —suspiró Tarzia en el asiento de atrás, pegando la cara a la ventana—. Esto es… demasiado.
—Es Charles Le Blanc —dijo Pablo—. Para él nada es suficiente.
No estaba impresionado ni sorprendido. Estaba aburrido. Hasta que me acordé de quién NO estaba conmigo en ese auto.
Oriane.
Y entonces, sí, me sentí un poco descolocado.