Roomies Por Accidente

CAPITULO | 24 |

SEBASTIAN

Me desperté demasiado temprano para mi gusto y lo primero que hice fue agarrar el móvil. Mala idea. Tenía diez llamadas perdidas de William y cinco de mi madre.

Excelente. Arrancaba el día con ganas de sacarme los ojos.

No les devolví la llamada ni por asomo. Solo suspiré y apoyé el teléfono en mi pecho, mirando al techo, con esa sensación desagradable en el estómago que siempre venía cuando mi padre entraba en modo arruinarle la vida al bastardo.

Porque William siempre hacía lo mismo. Ya era como su modus operandi. Si no lograba manipularme, si no seguía sus reglas o no se salía con la suya… corría a llorarle a mi madre. Y lo peor: Marie le creía. Todo.

Le creyó cuando dijo que su matrimonio estaba muerto y cuando prometió divorciarse.
Le creyó cuando juró que estaba “profundamente enamorado” de ella. Y yo, mientras tanto, era la prueba viviente de esa mentira.

Me pasé una mano por la cara, gruñendo.

—Genial. Justo lo que necesito: drama familiar a primera hora de la mañana.

Me incorporé, buscando mis pantalones. Oriane todavía estaba dormida. Me había tironeado como si fuera una manta humana antes de quedarse abrazada a mí como una pulga rubia posesiva.

Sonreí. No pude evitarlo.

Intenté no hacer ningún movimiento brusco que pudiese despertarla, porque se veía durmiendo demasiado en paz. Después del estrés de terminar el manuscrito, de haber llorado por la película y de tener que soportar a la irritante de su amiga, se merecía un descanso real. Me deslicé fuera de la cama, lo más silenciosamente posible, me coloqué los pantalones y decidí ir a preparar el desayuno.

Estaba batiendo huevos, sacando una sartén y tarareando como idiota cuando…

—¿Así que ahora también cocinas?

La voz de Tarzia me taladró el cerebelo. A veces me olvidaba de su existencia, pero eso solo sucedía hasta el momento que decidía aparecer para acabar con mi paciencia.

Estaba cruzada de brazos, despeinada, vestida con un short deportivo demasiado corto y con una cara de culo nivel Premium.

—Buen día —dije, fingiendo calma, aunque lo único que quería era meter la cabeza en el horno eléctrico.

Ella no respondió el saludo.

—¿Se puede saber por qué me dejaste abandonada con tu amigo? —escupió—. Me tuve que quedar hablando con él como… como si fuera una cita. Él es adorable, pero no para mí. ¡Y tú te desapareciste en la fiesta!

Me apoyé en la mesada, cruzándome de brazos. No tenía paciencia para esto. Cero. Ni un gramo.

—Yo no te abandoné, porque no te invité, para empezar. —Respiré hondo—. Tú fuiste a la fiesta por decisión propia. Pablo se quedó contigo porque yo vine a casa con…

—¡Con tu novia! —chilló, señalando el pasillo—. ¡Sabía que te ibas a poner esa excusa! Sabía que ibas a dejarme sola, porque no te agrada tenerme aquí.

Bingo.

—Vaya —arqueé una ceja—. Te subestimé. No sabía que eras tan perceptiva.

Su cara pasó por veinte emociones en un segundo, y ninguna de ellas eran agradables.

—¡Soy su mejor amiga, Sebastián! —bufó, ofendida—. Pensé que tendrías la decencia de quedarte o de llevarme contigo. Es lo mínimo que podrías hacer.

—¿Por qué? —pregunté, genuinamente confundido—. Estás equivocándote si crees que eres mi responsabilidad. Oriane y yo aún no hemos tenido hijos, que yo sepa.

Tarzia abrió la boca como si se hubiera tragado una abeja.

—Eres un imbécil —escupió, roja de rabia.

—Sí, pero soy un imbécil bastante coherente. Una cualidad infravalorada.

—No puedo creer que me hables así.

—Yo sí puedo —sonreí, casi amable—. Me sale natural contigo.

Ella parpadeó, y eso, en el idioma universal de las malas amigas, significaba: no esperaba que me respondieras.

—Yo solo… —se acomodó el cabello como si eso pudiera arreglar algo— pensé que serías más amable. Con la gente importante para ella. Yo soy importante para ella. A ti te conoce hace diez minutos.

Mi ceja subió sola, indignada por mí.

—Eres tan… repugnante.

—¿Qué? —sus ojos se abrieron, indignada, como si yo la hubiera insultado sin razón.

—No eres una buena amiga, Tarzia. No la apoyas. No la acompañas. Y la envidias mucho. Es bastante evidente.

Y ahí fue cuando la máscara se le resquebrajó. Y yo lo vi, la molestia, el orgullo, la incomodidad… todo explotó en cuanto se sintió expuesta.

—¿Qué puedo envidiar yo de Oriane? —escupió—. Estuvo años con Brett y solo bastó que yo le hiciera caso para que se olvidara de ella. Yo soy mejor, no tengo nada que envidiarle.

Mi estómago cayó al piso. Lo sabía. Tenía esa intuición de que la mujer lo había hecho a propósito, pero escucharlo así, tan crudo, tan… mezquino…me hizo helar la sangre.

—¿O sea que sabías que ellos estaban juntos? —pregunté, despacio, porque necesitaba escucharlo—. ¿Lo sabías y aun así te metiste con él?

Silencio.

Tarzia apretó la mandíbula, como si pudiera retroceder en el tiempo y tragarse lo que había dicho. Pero era tarde. Yo ya lo había oído. Y lo que sentí fue un golpe de furia caliente, subiéndome por el pecho.

Y ahí, en vez de disculparse como haría cualquier humano, decidió…
desviarse hacia su delirio.

—Sé bien por qué no me quieres aquí —intentó cambiar de tema, erguida, con una sonrisa sobradora—. Te veo fingir que me detestas, pero… en realidad tienes miedo de que yo te agrade más que ella. Noto tus miradas.

¿Qué?

Por un segundo pensé que se había golpeado la cabeza con el borde del lavabo o que había estado inhalando cloro dentro del baño. Pero no. Lo estaba diciendo en serio.

—Estás enferma —solté, sin suavizar nada. No había razón para hacerlo.

Ella frunció los labios, ofendida. Lo que me faltaba.

—De todos modos, no eres mi tipo —replicó, con un suspiro—. No me agradan los mujeriegos.

Me reí.




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