Roomies Por Accidente

CAPITULO | 25 |

ORIANE

No podía creerlo. No podía creer que ella, la misma persona que juraba ser mi mejor amiga, la que decía conocer cada rincón de mi alma, la que se suponía que era como una hermana, hubiese dicho todas esas cosas. Y no en un momento de enojo, eran palabras dichas con veneno, como si estuviera exponiendo verdades universales y no puñaladas perfectamente dirigidas hacia mí.

Sobre mi personalidad, sobre mi valor, y sobre cómo ella me había formado y guiado, como si yo fuera una especie de proyecto humanitario que ella había apadrinado.

Asco. Eso sentí primero. Luego, náuseas, y una ira tan fría que, en parte, me dio un alivio indescriptible. Por fin entendía por qué había sido tan fácil alejarme, por qué no me había salido llorar cuando dejé Ohio y por qué, cuando no respondí sus mensajes, el dolor había sido mínimo, en lugar de desgarrador.

Porque ella no merecía nada de mí.

Nada.

No merecía mi lealtad, ni mi tiempo, mucho menos mis disculpas. Ni siquiera mi nostalgia.

Y entonces, como si no hubiera vomitado ya suficiente veneno, tuvo el descaro de decir que Sebastián “llenaba el vacío” que me había dejado Brett.

¿Brett? Por dios.

Cualquier persona con dos neuronas podía ver que Brett jamás iba a ser ni la mitad del hombre que era Sebastián. Jamás. Ni en sueños, ni con suerte, ni con una terapia intensiva con inyección de autoestima. Brett nunca me había defendido. Nunca me había mirado como si yo fuera suficiente. Jamás me presumió. Y definitivamente jamás hubiese dicho que yo era “la persona que más le llamaba la atención”.

No. Brett se avergonzaba de mí. De la persona que supuestamente amaba. De todo lo que yo era. Y en cambio, ahí estaba Sebastián… mirándome como si no hubiera un universo en el que yo pasara desapercibida.

Así que sí.

Sí, se merecía la bofetada. La merecía por todo lo que dijo, por todo lo que insinuó, y por todos esos años en que me hizo sentir menos sin que yo pudiera verlo.

Y sinceramente ya no me importaba lo que fuese a decir cuando volviera a Ohio.
Porque ya no estaba intentando complacer a nadie, ni sostener relaciones o amistades que solo existían si yo me achicaba.

Yo estaba en Los Ángeles. Acababa de terminar mi libro y tenía una vida que construir. Al demonio con la gente que confundía amistad con propiedad.

Pensé que mi apetito se habría ido después de semejante espectáculo, pero no. Me sentía liviana, y hambrienta. Además, el desayuno estaba muy bueno, casi tanto como el hombre que lo había preparado.

—Tengo algo para ti ―susurró Sebastián, acercándose al sillón.

Levanté la vista y lo vi acercarse al sillón. Se inclinó despacio, tomó algo de la chaqueta que había dejado en el respaldo y regresó a mí. Me tendió una tarjeta.

―¿Qué…?

—Cameron Brenton me pidió que lo llamaras.

—¿Sí? —pregunté, a punto de hiperventilar.

—Sí —repitió, con una sonrisa ladeada—. Parece interesado en tu trabajo.

Mi corazón hizo algo muy poco profesional, como un salto mortificante.

—Que alguien como él esté interesado en mi libro es… —tragué saliva— un honor.

—Es más que un honor, Oriane. Es grande. Muy grande. —Se acomodó en su asiento ―. Es el productor de la mayoría de las adaptaciones literarias exitosas que salieron estos años.

Mi estómago dio un vuelco.

—¿Qué tienes que hacer el resto del día? —preguntó, estudiándome con atención.

—Tengo que ir a ver a mi editor —respondí, acariciando la tarjeta con el pulgar—. Y después… no sé… tal vez empiece a estructurar la siguiente novela. ¿Por qué?

Él sonrió.
Dios. Esa sonrisa.

—Porque pensé en llevarte a una cita.

Me quedé quieta. Tan quieta que podría haber sido utilizada como maniquí.

—¿Una cita? —repetí, como si estuviera aprendiendo el idioma por primera vez.

—Sí —dijo él, sin achicarse ni un milímetro—. Tú y yo. Nada de locas, ni de editores neuróticos, ni de falsos noviazgos para salvarme de Margaret. Solo… tú y yo en una cita.

Tragué saliva.

—¿Estás consciente —dije lentamente— de que acabamos de pasar por una crisis social?

—Estoy consciente —dijo, avanzando un paso hacia mí—. Por eso te lo propongo ahora. Antes de que vuelvas a encerrarte en la cueva de escritora antisocial.

—Oye… —lo miré con reproche.

Él inclinó apenas la cabeza.

—Dime que no quieres ir —dijo, en voz baja— y no insisto.

Yo lo miré. Al hombre que había visto mis capítulos incompletos, mis bloqueos, mis colapsos. Que había cocinado pancakes conmigo, que había dormido a mi lado, que me había defendido sin dudarlo. Que me había besado como si el tiempo existiera solo para eso.

Y no sentí miedo de lo que venía después.

—No voy a decir que no —dije finalmente, con una sonrisa lenta.

Él sonrió, satisfecho.

—Perfecto —dijo, ofreciéndome la mano como si fuera normal que dos personas que vivían juntas, que fingían ser novios y se besaban como condenados a muerte, ahora hablaran de citas reales—. Entonces es una cita.

Lo pensé un segundo.

—No me agradan las cursilerías —advertí, levantando un dedo.

—Lo sé —respondió él, acercándose un poco, invadiendo mi espacio personal. Su mano se movió y me colocó un mechón detrás de la oreja. Y a mí se me olvidó cómo inhalar por exactamente tres segundos.

—Ni las flores —añadí, porque si no decía algo sarcástico, iba a hacer algo vergonzoso. Como suspirar.

Su sonrisa se ensanchó.

—También lo sé.

—Puedes darme chocolates —dije, alzando la barbilla —. Esos sí me gustan.

Él inclinó la cabeza, divertido, como si estuviera recibiendo instrucciones para conquistarme y le pareciera adorable que creyera que no saber eso podía detenerlo.

—Bien —murmuró, acercándose lo suficiente para que su aliento me rozara la oreja—. Entonces te compraré chocolates.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.