SEBASTIAN
Tenía un montón de ideas dando vueltas en la cabeza para nuestra cita. Demasiadas, de hecho, pero hubo un detalle que me quedó en la cabeza desde que Oriane lo dijo con ese tono que usaba cuando fingía que algo no le afectaba: su ex jamás la había llevado a una cita de verdad. Nunca. Ni una salida decente, ni un maldito esfuerzo. Y algo dentro de mí dijo no, esto se arregla hoy mismo, así que salí a buscar un plan que fuera imposible de olvidar, algo que la rompiera un poquito por dentro, pero en el buen sentido.
Cuando frené frente al edificio, ella todavía estaba mirando el GPS como si yo fuera a secuestrarla.
—¿Dónde estamos? —preguntó, frunciendo el ceño como si desconfiara.
—Señorita… puede bajar —dije, rodeando el auto y abriéndole la puerta porque, bueno, a veces podía ser un caballero. Muy ocasionalmente.
Y entonces lo vio.
La fachada antigua, ese estilo teatral barroco que parecía sacado de un museo europeo, con esculturas blancas sosteniendo balcones, vitrales gigantes que reflejaban la luz de la noche y el enorme cartel dorado que brillaba como si alguien lo hubiera pulido recientemente:
THE MAJESTIC ATHENEUM – BOOKS · CAFÉ
Oriane abrió los ojos muy grandes, pero grandes en serio, como si alguien le hubiera mostrado la octava maravilla del mundo después de una vida entera mirando paredes beige.
—¿Qué es… todo esto? —preguntó con voz baja.
—Es el lugar más lindo de Los Ángeles —le ofrecí mi brazo —. Y, si vamos a ser claros, también es mi carta secreta para impresionarte. Así que, por favor, actúa sorprendida.
Ella soltó una risa, intentando ocultar su emoción.
—¿Así que esto es una cita desastrosa? —preguntó sin mirarme, pero con una sonrisa traicionera escondiéndose en su boca—. Te aviso que estás fracasando, porque el lugar me parece increíble.
—Decidí que merecías la mejor cita de tu vida —dije, metiendo las manos en los bolsillos para no tomarle la cara como un idiota enamorado—. Esta es la primera de muchas. ¿Entramos?
No respondió con palabras. Solo asintió, y cuando cruzamos la puerta del Majestic Atheneum, la luz ámbar de los vitrales cayó sobre ella como si alguien hubiera manipulado el universo para que Oriane brillara justo en ese segundo.
Y sí… me dieron ganas de sacarle una foto. Una de esas que uno guarda para siempre en el carrete y mira cuando necesita acordarse de que la vida puede ser muy, muy hermosa.
Pero no lo hice. Me quedé quieto, al lado suyo, dejando que el momento me atravesara.
Ella avanzó un paso, mirando los niveles infinitos de balcones, las columnas inmensas, las miles de estanterías que subían hacia la cúpula pintada con ángeles dorados, y el escenario central convertido en un café elegante lleno de mesas con velas encendidas.
—Sebastián… —murmuró, apenas audible—. Esto es… demasiado.
—Claro que es demasiado —sonreí—. Es tu primera cita real. ¿Qué esperabas? ¿Un cine mugroso y palomitas frías?
Ella respiró hondo, como si intentara guardar cada detalle en su memoria.
—No sé qué esperé —admitió, mirándome por un segundo—. Pero… definitivamente no esperaba esto.
Y ahí, justo ahí, me tuve que recordar que no podía besarla todavía. No en el primer minuto, menos cuando recién estábamos entrando y cuando tendría que estar comportándome como una persona razonable.
Aunque… estaba empezando a ser casi imposible.
El Majestic Atheneum tenía ese murmullo elegante que te hace sentir importante solo por existir ahí adentro. Pasamos entre columnas, mesas, estanterías infinitas y gente que parecía haber nacido sabiendo de poesía francesa.
Oriane caminaba a mi lado con cuidado, como si temiera tocar algo y arruinar la estética del lugar. Yo caminaba a su lado tratando de no mirarla demasiado, lo cual era un fracaso absoluto.
—No puedo creer que exista un lugar así —dijo, acariciando el lomo de un libro ―. Quiero vivir aquí.
―Bueno… hay bastante espacio. Hasta podríamos tener una mascota.
Ella rodó los ojos, pero no dejó de sonreír mientras pasábamos junto a una mesa repleta de ediciones de lujo.
—¿Qué te hace pensar que viviría contigo? —replicó, sosteniendo un libro como si analizara su valor sentimental y su valor monetario al mismo tiempo.
—Eres malvada —respondí, ofendido —. Yo soporté que me robaras el closet, te apoderaras de la cama y me metieras a esa arpía en la casa. ¿Y no soy digno? Es ridículo.
—Tu dejas los zapatos tirados y comes cereal a medianoche —dijo, abriendo el libro y oliéndolo — sin contar que hablas dormido.
—Tú también hablas dormida. La última vez me dijiste un nombre que me produce urticaria.
Ella sacudió la cabeza, divertida, y siguió caminando hacia las escaleras que llevaban al segundo piso. Yo la seguí, porque, honestamente, la seguiría a cualquier parte. Incluso si quisiera mudarse a esta librería y exigir que yo fuera su mayordomo.
Cuando llegamos al balcón superior, la cúpula dorada iluminó su perfil. Había algo en esa luz cálida, en cómo le marcaba la nariz, las pestañas, la boca… que hizo que mis palabras salieran sin filtro:
—Te ves hermosa.
Ella parpadeó, sorprendida, y por un segundo pensé que iba a decirme no me digas eso, como siempre hacía cuando le tocaba enfrentar un halago sincero.
Pero no lo hizo.
—Es la iluminación —murmuró—. No exageres.
—No estoy exagerando —dije, apoyándome en la baranda junto a ella—. De hecho, creo que estoy quedándome corto.
Ella me miró de reojo, y juro que vi su respiración tropezarse.
Subimos por las escaleras de mármol hacia los balcones superiores, desde donde se veía todo el interior. Ella estiró la mano y tocó la baranda.
—Es hermoso…
—Sí —respondí, pero no estaba mirando la arquitectura.
Ella se dio vuelta para seguir explorando y, en un movimiento completamente típico suyo, inmediatamente se tropezó con el borde de un escalón.