SEBASTIAN
Las escaleras parecían interminables. Era eso o yo estaba perdiendo la noción del tiempo y del espacio, porque mi cabeza era un jodido nudo. Un enredo insoportable de pensamientos que chocaban y se descontrolaban.
Mientras bajaba, sentía los pasos de los guardaespaldas detrás, mientras William me ladraba órdenes como si yo fuera uno de sus empleados. No me importaba una mierda todo lo que me estaba diciendo, porque no podía sacarme de la mente a mi madre, y una parte de mí tampoco podía sacarse la imagen de Oriane llorando.
La manera en que me miró cuando pregunté si ella lo había contado, como si yo la hubiese traicionado y lastimado.
Quizá se le había escapado en algún momento. En alguna pelea con esa arpía inmunda, quizá insinuó algo sin darse cuenta. Era posible, ¿no? Oriane era impulsiva cuando estaba dolida.
Aunque también podía ser que no hubiera dicho nada y ella lo hubiese deducido por el parecido. Podía ser. Podía ser que yo estuviera siendo injusto.
Y esa mierda me estaba matando.
Empujé la puerta de emergencia con más fuerza de la necesaria. El metal rebotó contra la pared.
—¡Sebastián! —vociferó William desde atrás—. ¡Escúchame de una vez!
Ni lo volteé a ver.
Si lo hacía, iba a romperle la cara, y sus guardaespaldas no iban a dejarme, lo cual se resumiría a que terminaría en el suelo con una nariz rota por atentar contra mi padre.
—Tienes que negar esto —insistió William, bajando los escalones dos por vez—. Inmediatamente. Antes de que se haga mucho más grande.
—¡Déjame en paz!
―¡No tienes idea del desastre que puede causar esto!
El guardaespaldas que venía adelante habló por el comunicador interno, murmurando algo que no alcancé a registrar porque mi corazón estaba golpeando tan fuerte que podía escucharlo en los oídos. El pasillo retumbaba con mis pasos, con mi respiración entrecortada, y con William a mis espaldas.
Yo intentaba mantenerme en pie. Intentaba pensar y no explotar.
—Tienes que negar todo —repitió William, demasiado cerca, colocándose unas gafas y una gorra como si eso ocultara todas sus mentiras—. Publicar un comunicado, decir que es mentira, decir que todo esto es un montaje hecho para perjudicarnos.
Me giré un instante, sólo un instante, lo suficiente para fulminarlo.
—¿Perjudicarnos? —pregunté, casi escupiendo la palabra—. Yo no soy el que lleva dos décadas mintiéndole a todo el mundo.
Él alzó la barbilla, indignado, pero antes de que pudiera responder, uno de los guardaespaldas volvió a hablar:
—Señor, la entrada principal está bloqueada. Hay más de treinta personas, cámaras y móviles.
William maldijo por lo bajo.
—No podemos salir entonces todavía.
―No me interesan las jodidas cámaras, necesito ir a ver a mamá.
Necesitaba salir por algún lado en donde pasara desapercibido. Pasé la mano por mi rostro.
¿Fue culpa mía dudar de Oriane?
¿Dijo algo?
¿O yo simplemente la lastimé por reflejo?
Mierda.
No quería pensar, ni quería sentir.
—Sebastián —intentó William otra vez—. La chica. Tu… esa chica con la que vives. ¿Qué le dijiste?
Me detuve. No porque quisiera, sino porque las palabras me atravesaron. Los guardaespaldas frenaron detrás de nosotros, tensos.
William dio tres pasos hacia mí.
—Si se lo mencionaste, aunque sea de forma indirecta —continuó él—, ella pudo haberlo repetido. Las mujeres hablan.
Me di vuelta tan rápido que sus hombres se pusieron en guardia.
—Cierra la boca —le advertí, con un filo que me salió del estómago—. No la metas a ella en esto.
William arqueó una ceja, cínico.
—¿Seguro? Porque todo parece indicar que la del video si vivió con ustedes. Que sabía algo. Que se lo contó.
La bronca me ardió en la garganta.
—No sé qué pasó —admití, la voz rasgada—. No sé si lo insinuó. No sé si se le escapó. No sé. Porque mi vida se volvió un desastre y no tuve tiempo ni de respirar. Pero sé algo: ella no tuvo mala intención. Nunca tiene malas intenciones, así que no intentes hacerme pensar lo contrario.
William chasqueó la lengua.
—La ingenuidad no sirve en este negocio, hijo.
Me hervía la sangre. Que descaro decirme así cuando me estaba pidiendo desesperado que negara cualquier parentesco.
—No soy tu hijo —dije con calma—. Tú mismo te encargaste de dejar en claro eso toda mi vida.
Un ruido grave retumbó desde abajo: voces, gritos, flashes. El primer guardaespaldas abrió la puerta metálica lentamente, revisó, volvió a cerrarla.
—Hay muchos más de los que esperábamos —informó—. Pero podemos abrirnos paso hasta la camioneta. El auto está en la zona lateral.
William me empujó, como si eso fuera a acelerar la situación.
—Sal ya. No abras la boca con nadie. No hables con ningún periodista. Yo esperaré aquí a que metan la camioneta al estacionamiento y saldré por allí.
—¿Sabes qué? —dije, dándome vuelta para encararlo—. No me vuelvas a dar órdenes. En tu vida. Nunca más.
Él iba a responder, claro, pero no lo dejé. Caminé hacia la entrada, y un rugido de voces me golpeó de lleno.
—¡SEBASTIÁN! ¿ERES EL HIJO ILEGÍTIMO DE WILLIAM MADDEN?
—¿CONFIRMAS LA NOTICIA?
—¡TU MADRE TUVO UNA RELACION CLANDESTINA CON EL CUANDO TRABAJARON JUNTOS?
El mundo era un mar de flashes y cámaras. Eran un grupo rabioso de personas que parecían querer arrancarme el alma. Los guardaespaldas de William se pusieron delante mío, formando un muro mientras avanzábamos a trompicones.
Yo no veía nada, solo luces, sombras, y sentía mi propia respiración.
Avanzamos, y los gritos aumentaron. Incluso un idiota intentó agarrarme del brazo, pero los escoltas lo empujaron. Me sentía Justin Bieber en sus peores épocas. Uno de los escoltas de William golpeo a un camarógrafo y le rompió la cámara.